Una de las principales características de vivir es: que estamos en cambio constante, lo busquemos adrede o lo ignoremos. Además nadie es capaz de parar el cambio, si no es de forma violenta y definitiva, la peor forma: eliminando la vida. Piensen en el bebé que asoma a la luz, el primer día es muy distinto a todos los restantes, el primer año nada tiene que ver con el segundo, quinto, décimo o cualquiera de los sucesivos. Si como ejemplo tomamos a un adulto, ocurre lo mismo, cuando ya va mayor, suele decir “que me quede como estoy”, porque sabe que la vida lo llevará lentamente, pero de forma implacable, al deterioro final.
Los ejemplos con los humanos, se producen igualmente en el mundo animal, el “ciclo vital” está inexorablemente marcado y no se altera por voluntad del individuo. Quiero decir que un perro, no puede alterar su evolución voluntariamente, pero un coche puede atropellarlo y dejarlo malherido para el resto de su vida.
Las plantas, ¿qué podemos comentar que ustedes no sepan?; se siembran, germinan, dan fruto y mueren. El cambio, en este planeta Tierra, es tan universal que incluye materia inerte como la arena del mar y de los desiertos, que se formó al “cambiar” las rocas y quedar trituradas por efectos atmosféricos.
Entonces ¿por qué nos negamos a los cambios sociales y políticos? Antes comentaré que el hombre es, hasta ahora que sepamos, el único ser vivo que tiene intelecto y capacidad de variar sus condiciones de vida, pero no evitar la evolución, el cambio.
A través de la historia hemos visto la resistencia de masas sociales a cambiar, a evolucionar o progresar socialmente. Ya sé que estoy mezclando sistemas biológicos sociales e ideológicos, pero en el hombre en algún momento se encuentran ambos.
Uno de los casos más evidentes de resistencia al cambio se daba en el ámbito de las revoluciones científicas, de las que podemos ejemplificar con algo muy próximo: las vacunas. Pero en general, los “sabios” (que no lo son tanto porque se niegan al progreso) no quieren reconocer que sus teorías están pasadas, obsoletas, que sirvieron en las sociedades anteriores, pero no se adaptan a la actual. Se niegan a reconocerlo porque pierden el prestigio, y por ello, deben dejar paso a los nuevos.
Vayamos ahora al mundo de las ideas y de sus plasmaciones en la acción política, los partidos. Son, los partidos, agentes sociales que nacen, se desarrollan y mueren, porque ya no son operativos en las sociedades actuales. En su comienzo los partidos (ingleses, los más ejemplificadores) eran conservadores y liberales; o lo que es lo mismo: tradicionalistas y progresistas. Pero en el siglo XIX surge una nueva clase social masiva, a la que el abate revolucionario francés Sieyés llamó Tercer Estado, compuesta por los braceros, los obreros, los artesanos... la clase que no posee bienes (sólo varones). Los británicos para conducir a esa extensa población, crearon el partido laboristas. Más adelante, una vez desaparecidos los imperios, surgirán los partidos nacionalistas para unir a los ciudadanos por identidades étnicas o folklóricas; etc. etc.
Los cambios de ciclo, actualmente, son muy rápidos; si hace cincuenta años, necesitaban 25 años, hoy, se cambia en ocho o diez años, debido especialmente a los medios de comunicación
Si los cambios son tan evidentes ¿por qué se vitupera, infravalora, denigra o amenaza a los nuevos cabecillas organizadores de los partidos políticos, o más que políticos, sociales, que afloran en la actualidad?. Veo dos razones principales: una espuria y otra loable. La espuria hace referencia a que “se teme perder el poder que da fuerza y dinero”, acompañado del sentimiento de que “sin el cargo político no soy nadie, ni puedo legislar a mi antojo”.
La otra razón o paradigma, digna de admiración consiste en la nostalgia por no poder mejorar la vida de la mayoría de los ciudadanos. Si bien es verdad, que cuando una organización política se entrega a promover el bien común, suele conservar los votos, y sigue colaborando en el gobierno local, autónomo o nacional.
Hay un detalle que se observa con frecuencia en nuestro país, la imbricación entre una ideología política y otra religiosa que se apoyan mutuamente. Los jefes de ambas formaciones, sólo Dios sabe lo que piensan de verdad, pero en las bases, suele ocurrir, que creen que su religión es la verdadera, que contiene las creencias únicas para salvarse, y que no “pueden ni deben” moverse fuera de ella. Párense a pensar un momento en el estado islámico, no les gusta, no nos gusta su radicalismo. Retrotraíganse quinientos años, las monarquías absolutas de Europa, especialmente citado el Imperio español, eran muy parecidas, tenían un organismo (unido al monarca absoluto) de represión, juicio y condena, que se llamaba Inquisición, o mejor, Santa Inquisición.
No luchemos ciegamente contra las novedades, no los calumniemos, dejémosles hacer, y si luchan por el bien de todos, disolvamos los partidos ancestrales, derecha e izquierda, y montemos o apoyemos a los nuevos. El inmovilismo, la quietud total, es la muerte