Se llama “Homenaje al pequeño cofrade”, pero Ferrol se apresuró a rebautizarlo como “Capuchoncito” desde el primer día que apareció erguido, con un cirio y su capuz, en la esquina de Real con Tierra, hace ahora una década. Fue el 26 de marzo de 2015 cuando José Manuel Rey Varela, en su primer mandato como alcalde, inauguró la estatua que pretendía “visibilizar” una Semana Santa que había adquirido, el año anterior, la declaración de Interés Turístico Internacional.
En aquella primera foto junto al capuchón de bronce —después vendrían miles— posaron, además del regidor y la concejala de Turismo, que también era, como ahora, Maica García Fraga, el presidente y el secretario de la Junta de Cofradías y Hermandades, César Carreño y Fernando Iguacel; el responsable de las Angustias, el recordado Jesús Sueiras; el hermano mayor de la Soledad, José Evia; el comisario de Dolores, Ignacio López del Río, y el autor de la obra, José Rubio Gascón.
Para el escultor, que se había embolsado 20.000 euros por la estatua, este “cofrade niño” que había esculpido “era como un hijo”, había destacado. Un “pequeño” que, no obstante, no fue el único en llegar a la ciudad en aquella época, puesto que también le acompañaron el Marqués de la Ensenada y Canalejas, sembrando la polémica por el elevado coste que habían supuesto para las arcas municipales estos “nuevos vecinos”.
El también conocido como “Capuchonciño” nació siendo ya famoso. Prueba de ello es que a los pocos días tenía su propia cuenta de Twitter (@Capuchoncito), tirando de retranca en cada tuit, y poco después su retrato en un diseño exclusivo en las populares postales de la diseñadora Elga Fernández Lamas. Sin embargo, su éxito residió desde el principio en la cantidad de “selfies” que se han sacado con él.
Eso propició que le incluyeran todo tipo de atrezos según la ocasión. Así, solo por citar algunos de ellos, en junio de 2015 se hicieron virales sus fotografías con un cono de tráfico acoplado a su capirote y en agosto de 2018 amaneció con un hueso de jamón colgado. Además, en la huelga feminista de 2019 lució un mandilón para solidarizarse con la causa de las mujeres, en diciembre de 2020 fue retratado con una mascarilla en plena pandemia y en enero de 2022 lo ataviaron con cintas de la Policía Local a modo de karateka.
Pero no todo ha sido para él un camino de rosas en estos primeros diez años. Además de haberse convertido en el pipicán de los perros con dueños incívicos, el 23 de diciembre de 2016, a pesar de que Rubio Gascón dijese que su creación era “imposible de arrancar”, sufrió el placaje de un vándalo que logró tirarlo al suelo demostrando que no eran suficientes sus anclajes en forma de barras de hierro de 30 centímetros. Una semana después volvió a su emplazamiento.
En 2018 lo encerraron entre andamios y también lo tiñeron de verde, además de escribirle a sus pies que “Dios es gay”. En 2019 le pintaron el número trece en la chepa y ese mismo año fue testigo de la agresión a un militante independentista de Causa Galiza que, junto a unos amigos, se estaba sacando una foto en la estatua cuando “una turba comenzó a increparles y a llamarles rojos de mierda”.
Con todo, “Capuchoncito” resiste convertido en uno de los elementos más icónicos de Ferrol. No en vano, fue una de las figuras incluidas en el espectáculo de drones que siguió a los fuegos de San Ramón. Además, forma parte del paisaje informativo al incluirse como un vecino más a ojos de los fotoperiodistas y, como dejó claro un grupo de madrileñas el pasado Viernes Santo, también a los de los turistas.