Un ictus en una familia es un shock, igual que cualquier diagnóstico de una enfermedad grave, que sacude con fuerza los cimientos del entorno familiar.
Hace unos días mirando a mis padres me animé a compartir su historia, también la mía y la de mis hermanos, nuestra historia estos dos últimos años. En aquel momento mi madre bailaba frente a mi padre, él la miraba con ternura al tiempo que se le escurría una lágrima por la mejilla. Aquella escena me rompió el corazón, como tantas otras cosas a las que hacemos frente mis hermanos y yo a diario desde aquel fatídico 3 de enero de 2022, cuando a mi padre le dio un ictus severo que rompió por completo el esquema de vida de nuestra familia. En aquel momento no necesité preguntar qué le pasaba, era obvio, su cerebro, esa parte derecha que todavía le funciona, le decía a gritos, venga Ramiro, levántate y baila con tu mujer, con tu amor, que es lo que más estás deseando, pero, obviamente, no pudo ser y ese gran bailarín que siempre fue siguió en su sillón sentado, donde pasa tantas horas, con una lágrima reveladora de lo que pasaba por su cabeza. Él no se quejó, no dijo nada, solo la miraba, posiblemente imaginando ese baile que no pudo ser.
Han pasado dos años ya, y han sido tremendamente intensos, el problema ha afianzado nuestro vínculo familiar y también ha sacado a la luz cuestiones menos positivas en las que no cabe entrar, en lo que sí cabe entrar es en la soledad e impotencia que siente una familia cuando se enfrenta a esto y el poco o escaso apoyo que recibe de las diferentes administraciones. Los primeros días, a los que siguieron semanas de incertidumbre por saber si saldría adelante, fueron los más duros, hubo momentos muy difíciles, instantes en los que no era él, perdía la cabeza, nos insultaba, aunque nos amaba profundamente, y aquello no era fácil de digerir, se dejaba llevar por la furia, y se disculpaba una y otra vez cuando era consciente de ello. Se volvió más sensible, sus emociones se magnificaban para lo bueno y lo malo. No obstante, fue un gran paciente, todavía hoy lo es, siempre pendiente de “no molestar”, pero lamentablemente es un gran dependiente con una hemiplegia lateral que le impide ponerse en pie, y no por falta de empeño, esfuerzo o dinero, porque permítanme decirlo, cuánta falta hace disponer de dinero para hacer frente a todo lo que sobreviene tras un ictus agudo como el que sufrió mi padre y como el que sufren miles de gallegos cada año.
Tras los primeros meses todo fue pura supervivencia y adaptación, y lucha, claro, ante la incertidumbre, ante el no saber cómo ayudarlo a levantarse de la cama, cómo sentarlo en un sillón, cómo consolarlo al verse postrado en una cama, cómo convencerlo de que pensara en él mismo y no el trabajo que nos estaba dando a nosotros, cómo darle esperanzas cuando nadie nos las daba ni a su mujer ni a sus hijos.
Pasó ingresado casi tres meses, hasta finales de marzo, después llegó una etapa nueva, no exenta de otros retos para todos nosotros, ya que su vuelta a casa implicó que sus hijos, como tantas otras familias que pasan por lo mismo, nos organizáramos para cubrir mañana, tarde y noche todos los días desde enero de 2023 hasta el día hoy. Mi madre, desde el día uno, dedica 24 horas 365 días del año a acompañarlo y a cuidarlo.
Con 73 años él y 69 ella debían hacer frente a un cambio radical de vida. Se vieron obligados a dejar la casita de labranza familiar donde decidieron instalarse tras la pandemia, se vieron forzados a alquilar un piso, pues el suyo de toda la vida es un cuarto sin ascensor y era impensable llevarlo al médico o bajarlo a la calle, aunque fuera un poco, estando en aquella vivienda. Nunca más regresó a su casa, no la ha vuelto a pisar, el piso está vacío y ellos deben pagar por otro, eso sí, muy cerca de su residencia habitual, en la misma zona donde pasaron gran parte de su vida. Fue necesario hacerse con silla de ruedas, silla para ir al baño y ducharse, un sillón elevador que fuera cómodo y mullido para aguantar sentado –las primeras semanas solo estuvo en cama– y donde hoy pasa gran parte del día. También tuvieron que comprar una cama adaptada que nos permitiera levantarlo, aquello era una auténtica odisea los primeros meses. No teníamos grúa y todo se hacía a la fuerza. ¡Benditos tutoriales de youtube! Fueron nuestra salvación para aprender a movilizarlo, para no hacerle daño y para no hacernos daño a nosotros, muy importante también.
Por supuesto, por nuestra cuenta, ya que la rehabilitación, esa que dicen que es necesaria desde el minuto uno, la descartaron por baja respuesta, así que también se contrataron los servicios de un fisioterapeuta, que sigue viniendo dos veces por semana. El dinero mejor invertido, sin duda. Mi padre sigue sin moverse, pero es otro, ayuda todo lo que puede con su pierna “buena” a la hora de levantarlo, moverlo o desplazarlo, facilitándonos el trabajo enormemente. Eso sí, todo, todo lo que se ha hecho para mejorar la calidad de vida de él y de todos nosotros ha salido de la economía familiar, la economía de una familia de clase humilde con unas pensiones ajustadas. Para hacerse una idea: el piso que alquilan supone un gasto de 400 euros al mes, tres sesiones de fisioterapia, 660 euros al mes (tarifa reducida) y a eso hay que sumar los gastos habituales de cualquier hogar
La administración concedió el pasado 5 de diciembre el grado máximo de dependencia con 95 horas de ayuda
En todo este tiempo la asistenta social nos ha atendido en dos ocasiones, siendo tarea casi imposible simplemente pedir una cita. Si bien es cierto que el 5 de diciembre pasado, casi dos años después de haber sufrido el ictus, mi padre recibió en casa su dependencia, grado III, por supuesto. Dos años han pasado hasta que la administración ha hecho algo por mi padre, y por todos nosotros. Mucho tiempo para cualquiera que deba hacer frente a una situación como esta, que obliga a gastar dinero y a invertir tiempo y un gran esfuerzo.
Esto, a muy grandes rasgos, supone el día a día de una familia de la zona de clase humilde afectada por un ictus agudo.