La banalidad del mal

Hanna Arendt desarrolló su controvertido concepto de la ‘banalidad del mal’ mediante el que describe cómo personas comunes, al cumplir órdenes, pueden participar en atrocidades sin cuestionar su moralidad. Muy recomendable ver la película titulada con su nombre, Hanna Arendt. Ésta se centra en un momento clave de la vida de la filósofa: su cobertura del juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén. Ella plantea que Eichmann no era exactamente un hombre malvado, sino que no tenía motivos para hacer el bien porque dejó de preguntarse dónde estaba el bien. Esto altera completamente la función de la ética que es discernir lo que es mejor, distinguir el bien o el mal en las acciones concretas. Mi memoria ha rescatado este concepto y recordado esta película al asistir a las decisiones tomadas por el presidente Trump en sus primeros días de mandato.


Varias de esas decisiones cuestionan los derechos e incluso la dignidad de muchas personas. Y no digo colectivos o poblaciones porque las medidas tomadas contra colectivos se convierten en daños a personas concretas con nombre y apellidos.


Ante esta realidad se me ocurre que la única defensa, el único mecanismo de resistencia, es contribuir a evitar la banalización del mal. La esperanza son los mecanismos compensadores legales de EEUU, los contrapoderes legislativos y judiciales. Pero, tan importante como ellos son las instituciones y personas concretas capaces de mantener viva la REFLEXIÓN sobre los daños que las decisiones ejecutivas y su cumplimiento provocan a las personas. Y en esta esperanza de resistencia a la banalización del mal voy a detenerme como ejemplo en el discurso de la obispa Mariann Edgar Budd en la celebración religiosa a la que asistió Trump al día siguiente de su toma de posesión.


En ese momento ya se habían producido y difundido unas imágenes que me parecen impactantes como símbolo de lo que estamos viviendo. Se trata de la facilidad y reiteración con la que el presidente realizaba el gesto de la firma de las múltiples órdenes ejecutivas y la lejanía física y emocional de este gesto respecto a las consecuencias que el mismo, esa simple rúbrica, empezaba a generar inmediatamente. Desde la bioética práctica he aprendido lo importante que es, una vez tomada una decisión revisando los principios y valores y tras la oportuna deliberación, antes de ejecutarla, evaluar las posibles consecuencias. Entre las palabras más difundidas de Mariann Edgar destaco la certera elección de un mensaje que trataba de hacer explícitas y acercar, obligar a escuchar, los efectos de esas fáciles firmas al autor de las mismas. Relató esas consecuencias, las características de las poblaciones afectadas y la falsedad de los argumentos que supuestamente sustentan esas decisiones: “los inmigrantes no son delincuentes…”.


Fue un discurso inclusivo también desde el punto de vista espiritual y religioso (“acuden a nuestras celebraciones, mezquitas y sinagogas…”), culminado con la petición explícita de Misericordia. Estas palabras más difundidas, valientes y oportunas, pertenecen a los últimos párrafos, pero estaban precedidas por otras que creo no tienen desperdicio. Una llamada de atención sobre esta parte inicial del discurso, menos difundida, es la que quiero hacer aquí por ser una reflexión generalizable, invitando a la lectura del contenido completo accesible en los medios. Habló de la importancia del respeto a la diversidad, de la capacidad de perdonar, de que algunos, por la situación de desigualdad de partida, pierden siempre más que los demás si no se tienen en cuenta estas diferencias, de honestidad y búsqueda de la verdad, de la humildad necesaria para reconocer que podemos estar equivocados y, en definitiva, del respeto a la dignidad inherente a todas las personas.


Cuando estoy terminando este escrito resuenan las palabras de los supervivientes en la conmemoración del 80 aniversario de la liberación del campo de concentración de Auschwitz, que no puedo dejar de amplificar aquí, que nos recuerdan que el origen de tragedias como aquella está en el “trato inhumano a las personas”. Dicho de otra manera, por no considerar que todas personas tienen dignidad solo por el hecho de serlo.


Desde mi mirada bioética no puedo dejar de referirme a lo que el trabajo de Hannah Arendt supone desde este punto de vista. Lo hago trasladándoles las palabras del profesor de filosofía moral Tomás Domingo Moratalla en un artículo en que reflexiona sobre el significado de la autonomía moral a partir de la película mencionada: “La bioética nace como respuesta a las reivindicaciones de autonomía en el mundo moderno y al mismo tiempo defiende el desarrollo de un comportamiento autónomo y responsable del personal sanitario, de pacientes, de instituciones, etc….Pues bien, sin lo que esta película muestra, es decir, sin lo que el pensamiento de Arendt puso de relieve, no sabríamos muy bien qué es esto de la autonomía moral que defendemos en bioética”.


En esencia Hannah Arendt nos enseñó que el mal no siempre proviene de la maldad pura, sino de la falta de pensamiento y juicio crítico. Reflexionar sobre estas ideas nos puede ayudar a construir sociedades más éticas, justas y responsables.

 

 

(*) Juan Antonio Garrido es médico y especialista en bioética

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