No es país para niños (I)

Pertenezco a una familia de siete hermanos, y soy muy consciente de la singularidad y la suerte de haber crecido en el seno de una familia grande. Ya entonces, cuando yo era niña, no era común encontrar familias tan numerosas. El índice de fertilidad (el promedio de niños que tiene una mujer) ha caído de forma ostensible en las últimas décadas. Según un estudio realizado en el año 2017 por el Instituto de Métricas y Evaluaciones de Salud de la Universidad de Washington, en el año 1950 las mujeres tenían una media de 4,7 niños, y esa cifra se espera que descienda por debajo de 1,7 en el año 2100.

Más allá de todos los problemas relacionados con el envejecimiento de la población mundial que adelantábamos en el primer capítulo (una mayor esperanza de vida frente a un número de nacimientos bajo), las estadísticas ponen de relieve un cambio significativo en las pautas reproductoras en el último siglo y, evidentemente, mucho más pronunciado si nos retrotraemos a la prehistoria. La edad a la que las mujeres tienen su primer hijo en las sociedades industrializadas se retrasa cada vez más. La media, en Europa, se encuentra alrededor de los 30 años, mucho más tarde de lo que cabe esperar en una población cazadora-recolectora, en la que se estima que está en torno a los 18 años. Si atendemos a todos los problemas físicos cuya expresión se asociaba a la longevidad, podíamos decir que este No es país para viejos, como rezaba el título de la novela del premiado escritor Cormac McCarthy. Sin embargo, en el otro extremo, atendiendo al desplome de la natalidad, No es país para niños quizá sea una versión más ajustada de ese título al mundo de hoy.

Entre las razones de este cambio en la natalidad se ha destacado la incorporación de la mujer al mundo laboral, las dificultades económicas para mantener familias numerosas en un contexto económico estrecho e inestable y el mayor acceso a métodos anticonceptivos, lo que facilita la elección del número de hijos que se quiere tener. Estos cambios en las pautas reproductivas de las poblaciones humanas y las sociedades a lo largo del tiempo podrían tener un efecto en el desarrollo de tumores en los tejidos del sistema reproductivo, al haber creado un ambiente hormonal completamente nuevo para el cuerpo de la mujer.

Existen cánceres hereditarios o familiares, aquellos en los que se transmite a la descendencia la predisposición genética a padecerlo. Cuando decimos que «el cáncer se hereda», no significa que les pasamos el tumor a nuestros hijos, pero sí que transmitimos a la progenie una mutación concreta que le confiere una susceptibilidad aumentada a padecer esa neoplasia en concreto. Se estima que hasta un 10 % de los cánceres pueden ser familiares, destacando como más frecuentes los de mama, ovario, colon y sistema endocrino.

Se conocen además una serie de factores externos que pueden favorecer el daño celular y, consecuentemente, el crecimiento anormal y descontrolado de un tejido.

Si a esos factores coadyuvantes se suma una mayor susceptibilidad genética, entonces las probabilidades de desarrollar un cáncer aumentan, aunque esto no implica que con seguridad vaya a padecerse.

 

 

El aumento de cánceres relacionados con el sistema reproductor femenino, y las diferencias entre diferentes países y culturas, ha despertado la alarma sobre la posibilidad de que existan factores extrínsecos detrás del despunte

 

 

 

En el año 2020, la OMS reveló que el cáncer de mama superaba al de pulmón, convirtiéndose en el tumor más común del mundo. El aumento significativo de cánceres relacionados con el sistema reproductor femenino, especialmente el cáncer de mama, y las diferencias entre diferentes países y culturas, ha despertado la alarma sobre la posibilidad de que existan factores extrínsecos detrás del despunte. Veamos.

 

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Un ciclo menstrual se caracteriza por grandes cambios en las concentraciones hormonales, que tendrán un efecto en los tejidos ovárico, uterino y mamario. Se sabe que puede existir una relación entre el cáncer de mama y la exposición a las hormonas del ovario durante un ciclo menstrual normal. En líneas generales, cuantas más reglas tenga una mujer a lo largo de su vida más expuesta está a padecer cáncer de mama. Una mujer que haya tenido muchos ciclos menstruales porque tuvo la menarquia (primera regla) muy pronto y la menopausia muy tarde, y que además no haya sufrido interrupciones menstruales por embarazo o lactancia, tendrá más probabilidad de tener cáncer ovárico que una mujer que haya tenido varios hijos. Es fácil inferir que, en este aspecto concreto, las mujeres cazadoras-recolectoras, con más hijos y más periodos de amenorrea, estarían más protegidas que las mujeres de sociedades industrializadas. Pero la historia tiene muchas derivaciones.

 

Los anticonceptivos orales, comúnmente conocidos como «la píldora», son medicamentos que contienen versiones sintéticas de hormonas femeninas como el estrógeno, la progesterona o sus derivados. Su uso ha contribuido a crear un nuevo ambiente hormonal, que tiene efectos en una serie de tejidos susceptibles a las hormonas femeninas, como son el útero, el tejido mamario y los ovarios. Esos anticonceptivos evitan el embarazo inhibiendo la ovulación (liberación de óvulos por los ovarios) y modificando el recubrimiento del útero (endometrio) y la mucosa del cuello uterino.

 

 

Algunos tipos de anticonceptivos orales podrían proteger contra el cáncer de ovario y de endometrio y, sin embargo, aumentar el riesgo de padecer tumor de cuello de útero y de mama

 

 

 

Se sabe ahora que algunos tipos de anticonceptivos orales podrían proteger contra el cáncer de ovario y de endometrio y, sin embargo, aumentar el riesgo de padecer tumor de cuello de útero y de mama. Todavía no se conocen los mecanismos específicos, pero estaríamos hablando de cócteles hormonales con efectos a veces contradictorios, ya que inducirían cambios celulares —por ejemplo en el pecho o en el cérvix— que pueden acabar siendo malignos y a su vez protegerían al ovario o al endometrio de la influencia hormonal a través de la inhibición del ciclo menstrual. En este contexto tan complejo y novedoso, vemos que la biología es intrincada y que una misma sustancia puede tener a la vez un efecto positivo y uno pernicioso porque actúa en varios circuitos diferentes. Ese fuego cruzado de efectos hormonales es singularmente moderno y, además, variado.

 

Los humanos se distinguen de otros grandes primates por el desarrollo de normas y preferencias culturales sobre el sexo y el matrimonio, que tienen un impacto directo, como vemos, en el control de la natalidad, complicando todavía más la tarea de que la selección natural encuentre una solución universal que nos valga a casi todos, pues cada persona es, al final, un mundo. Nuestras sociedades abarcan un abanico multiforme de patrones reproductivos: de mujeres con muchos hijos a mujeres que no tienen ninguno y de madres jóvenes a madres añosas. Con una casuística tan variada, la selección natural tiene todavía más complicado lo de acertar.

 

 

Cada tiempo y cada sociedad entraña sus riesgos, cada estilo de vida tiene sus ventajas, pero también sus retos. Algunos de esos retos son tan recientes que no han llegado a pasar por la criba de la selección natural

 

 

 

No hay ningún medicamento que no tenga potenciales efectos secundarios o contraindicaciones. Sin embargo, tras sopesar los pros y los contras, optamos por tomarlos porque obtenemos una protección mayor. Por lo general, cada adaptación nueva traerá también la pérdida de una habilidad o de precisión en su ejecución, pero nos abre la puerta a sobrevivir en un escenario distinto.

 

Vivir tampoco está libre de contraindicaciones. A lo largo de estos capítulos comprobamos que cada tiempo y cada sociedad entraña sus riesgos, cada estilo de vida tiene sus ventajas, pero también sus retos. Algunos de esos retos son tan recientes que no han llegado a pasar por la criba de la selección natural.

 

Cada uno podrá valorar —aunque no escoger, porque todavía no se han inventado los viajes en el tiempo— en qué época hubiera preferido nacer e incluso de qué preferiría morir. Los habrá que, a lo James Dean, preferirán vivir rápido, morir jóvenes y dejar un bonito cadáver. Otros preferirán tener una vida larga y agotar la partida con todas sus contraindicaciones, dispuestos a pagar los aranceles que acarree vivir muchos años (el cáncer, uno de ellos). La verdad universal es que no hay sociedad, cultura, estilo de vida o época en la que el hombre se escape de la muerte. Habrá oído el lector alguna vez la expresión «solo se vive una vez», pero también su contrarréplica: «No, se vive todos los días y solo se muere una vez».

No es país para niños (I)

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