Nada más perverso que culparnos de aquello que excede, por imposible, nuestra capacidad de reparación porque hoy, pongo por caso, no tenemos culpa del descubrimiento de América, ni podemos reparar el daño causado, y así deberíamos reconocerlo. Pero resulta más tentador darnos golpes en el pecho y decir, lo que hicimos fue una salvajada, os pedimos perdón. Sé que a muchos les puede parecer importante ese reconocimiento, pero a mí se me antoja soberbia, tanto como vanagloriarse. Una nueva forma, al fin, de colonización moral que reafirma su condición de pueblos oprimidos. Esos que nos soportaron en la soberbia de la conquista, y ahora en la de esa culpa que lleva implícita un reconocimiento tácito de la superioridad moral e intelectual del mundo occidental frente al indígena.
Ellos no esperan que le pidamos, arrogantes, perdón, por algo que sucedió hace siglos, sino que humildemente compartamos con ellos los siglos venideros en esa fraternal armonía que los equipare a lo que su condición demanda. Los pueblos colonizados han tenido tiempo de sanarse de aquel expolio y sangría, pero no han podido porque hemos regresado a ellos de la mano de la caridad y la pena, y no son dignos de una ni merecedores de la otra.
Ellos, necesitan la elemental solidaridad, la humana fraternidad y la libre resolución de sus conflictos, lejos del civilizado saqueo de las multinacionales y los intereses estratégicos de los gobiernos occidentales.