Las manifiestas injusticias de la distribución global de la riqueza nos acercan con evidencia cotidiana ante los terribles dramas del tercer mundo. En buena parte, esta situación, hay que reconocerlo, se ha establecido sobre una explotación colonial inmisericorde, que en muchos aspectos hoy se perpetúa. El grave problema ecológico que amenaza a la humanidad entera precisamente por el afán desmedido de bienestar material por parte de los países más desarrollados, los mismos países europeos, entre ellos.
Al tiempo que los procesos de información han ido por delante en la globalización de los modos de vida, si se puede escribir así, tomando conciencia de la complejidad de los problemas, se van haciendo patentes los peligros de una sociedad mediática universal, en el que la información se revela cada vez con mayor nitidez como un arma de poder, que puede afectar gravemente a la misma entraña de la vida democrática. La globalización de la economía se concreta en la aparición de gigantes económicos, las empresas multinacionales, que ejercen un papel cada vez más decisivo en la marcha de muchos países y regiones económicas. Por otra parte, el progreso económico innegable ha ido acompañado de un proceso universal de afianzamiento de las estructuras democráticas, pero al mismo tiempo se viene produciendo una creciente insatisfacción por algunas faltas de autenticidad del sistema democrático en la vida interna de los Estados y sobre todo en las estructuras supranacionales, a cuyo déficit democrático constantemente se alude.
La crisis económica y financiera larvada en el año 2007 y cuyos efectos seguimos sufriendo ponen ante nuestros ojos una realidad de empeoramiento de las condiciones de vida de millones de europeos que ha propiciado una creciente indignación y un peligroso fenómeno de distanciamiento de los ciudadanos en relación con los políticos y también, por qué no reconocerlo, con el proyecto europeo, que se ha tornado, más en un fenómeno mercantilista que en una unión cultural y una política efectiva.