Recuerdo un tiempo en el que me tocaba vigilar partidos de fútbol de niños para que no se pegaran los padres. La ardua tarea se complicaba cuando aparecía por la grada un tipo pertrechado con una libreta en la que, sin perder de ojo a los jóvenes y sus evoluciones, iba haciendo misteriosas anotaciones. Podía parecer insano, pero no era insania, era un ojeador.
En cuanto se detectaba su presencia cotorreaba la grada y el campo se tornaba un campo de batalla en el que ya nadie jugaba con nadie que no fuese él. Se olvidaban los colores y cada uno vestía el suyo, con el consiguiente trastorno del discurrir deportivo. Enrevesados regates, duras entradas, locas carreras con y sin balón, tiros a puerta sin noción de portería, porteros que se estiraban hasta para encogerse... En fin, una locura. Todos querían ser a ojos del ojeador el mejor y asegurarse así una oportunidad en lo profesional.
Hablo de este desconsuelo porque a esa malicia me recuerdan los programas de TV y sus enloquecidos colaboradores en la medida que saben –nosotros no, pero ellos sí– que en algún lugar, tras un televisor, hay un ojeador de un partido político que va apuntando minucioso sus encendidas intervenciones en su favor. De ahí que hoy importe más desbaratar el bulo que compromete a un miserable que constatar la infamia que comete ese miserable. Sin olvidar el sofoco de estos esforzados miserables en el afán de hacerse ver en su miserable quehacer.