La tentación de vivir en la inopia

Desde que el maldito SARS-CoV-2 nos confinó en nuestras casas (quizá antes, que estas no son cosas que pasen de un día a otro), siento cierta envidia de las personas que viven en la inopia. Y las entiendo, además. Estar en la inopia suena bien. Parece una opción atractiva, apetecible. Tiene la sonoridad de la llave del jardín de las delicias, donde podremos disfrutar eternamente sin más preocupación que la de gozar de todos los placeres terrenales en su máxima expresión.


Se es más feliz sin saber demasiado, sin profundizar en lo que te rodea o ignorándolo, directamente. Habitar en la inopia te permite no salir de tu zona de confort, de tu mundo de color de rosa en el que todo va bien, en el que los unicornios vuelan hasta el final del arcoíris y una canción protesta no es más que un tema que habla de amor con la que algunos bares echan el cierre.


No tengo ninguna duda: si vives en la inopia tendrás menos preocupaciones, y las que te asalten serán de fácil solución. 


Por ejemplo, si resides en la inopia y eres un ciudadano estadounidense agobiado por el aumento continuo de los precios de la lista de la compra, habrás votado a Trump, que había prometido terminar con la inflación (aunque sin dar demasiados detalles sobre cómo piensa hacerlo). Lo habrás hecho, estoy segura, aunque seas mujer, porque no relacionarás con el candidato republicano los tuits de sus amigos que dicen «tu cuerpo, mi decisión». Lo habrás hecho, estoy convencida, aunque seas un migrante procedente de México, porque te habrás creído que el gobierno americano te va a conceder la residencia por llevar 20 años en el país sin haber cometido ningún delito, pese a que la promesa real sea la de cerrar la frontera, terminar el muro de la vergüenza y llevar a cabo la mayor deportación de la historia.


Si resides en la inopia pero estás censado en territorio patrio, puede que hayas pasado por encima de lo de Errejón. Quizá, incluso, a golpe de meme. Sin pena alguna porque a las mujeres los aliados nos salgan ranas. Sin darte cuenta de que «solas no podemos, con amigos sí» y que esos amigos, con mucha suerte, solo están dispuestos a permanecer callados o a abandonar ciertos grupos de Whatsapp. Sin descomponerte por dentro cuando escuchas que se quiere convertir el pecado en delito, como si el movimiento feminista (o el futuro que queremos para nuestros hijos, que es lo mismo) se definiese solo en el ámbito legislativo y todo lo que es moralmente reprobable no tuviese entidad suficiente para entrar en el debate (algo especialmente grave cuando la situación de partida es tal que un partido político que acumula más del 12% del voto cree que sus cargos necesitan un curso para saber qué actitudes son machistas y cuáles no). 


Esto de asentarse en la inopia es como un canto de sirena del que es difícil escapar, que se hace más tentador con cada nota. Pero, no lo olvides, el canto de las sirenas lleva a los marineros a la muerte. Sería mejor cuidarse de ellas.


Puede que haya gente feliz en su ignorancia, desconociendo lo que ocurre a su alrededor. Pero creo profundamente que permanecer ajeno al mundo en el que vivimos es un error que, a la larga, solo origina dolor y sufrimiento. Los castillos de naipes son endebles y siempre terminan derrumbándose. Así que, por favor, si alguna vez me ves subida a un guindo, ayúdame a bajar. Aunque tengas que contarme algo que no quiero escuchar. Porque tengo derecho, todos lo tenemos, a conocer la verdad, a valorar su gravedad y la repercusión que tiene o puede tener en nuestras vidas. Tengo, tenemos derecho a ser conscientes para poder actuar en consecuencia. Nuestra vida no puede estar basada en mentiras, silencios e ilusiones. No sería una vida de verdad. Y resultaría trágico darse cuenta demasiado tarde.

La tentación de vivir en la inopia

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