BATMAN VUELVE

“Si la cosa funciona…”. Hollywood, durante las tres últimas  décadas del siglo XX, era un coto de caza para que los autores sacaran lo mejor de sí. El lema, el único que imperaba en un negocio desnortado, que debía reinventar la fórmula mágica para vender cine, era ese: “Si la cosa funciona…”. Más y más y más.
Solo así se entiende algo como Batman vuelve. Hoy, incluso con el Burton más comercial e indiscutible de Alicia en el país de las maravillas, nadie la respaldaría. Pero entonces Hollywood no sabía hacer blockbusters, estaba todavía aprendiendo cuáles eran las claves que hacían de Indiana Jones o Star Wars los favoritos del público. Por eso Burton pudo gozar de una carta blanca impensable para transformar su visión oscura del primer Batman en un cuento enloquecido de los hermanos Grimm con la estética del expresionismo alemán de Caligari o el Drácula de Murnau.
Batman vuelve es un collage de demencias. La de Selina Kyle, una bellísima Michelle Pfeiffer que trituraba peluches y bebía directamente del bote de leche. La de Max Shreck, un (cómo no) inquietante Christopher Walken que interpreta a un alcalde ávido de poder. La del gran villano, El Pingüino, para el que Burton deja volar su imaginario, alejándose completamente de la concepción humana del cómic y planteando la literalidad de su apodo con un fantástico Danny DeVito. Y la del propio Batman, llevado al límite, obligado a asumir su condición de freak a la altura de sus enemigos para poder vencerlos.
Acorde, Gotham se viste con la misma demencia. Carnaval y Navidad caminan juntos. La nieve cae sobre una ciudad de ángulos retorcidos por la que circulan motoristas con cráneos de calavera, demonios tragafuego y toda la troupe infernal que acompaña al Pingüino. Hasta hay un tren con vagones enrejados en el que se apiñan todos los niños de Gotham. Y pingüinos atados a misiles invadiendo la ciudad.
Un delirio irrepetible en el que Burton fue más que nunca Burton. Un soñador sombrío. Un niño autómata de papel maché y agujas.

BATMAN VUELVE

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