La pandemia que nos asola ha dejado tras de sí un reguero de fallecimientos, de secuelas y de daños económicos. Por ello y a grandes rasgos, el país está dividido entre los que siguen llorando a sus muertos, los que pelean a diario contra las huellas que la enfermedad sembró en sus carnes, los que huyen despavoridamente de posibles contagios y aquellos que se han visto despojados de los medios más elementales para poder vivir dignamente.
Europa promete unas ayudas que no acaban de canalizarse o que lo hacen de forma insuficiente para el contribuyente necesario; mientras las más que imprescindibles vacunas van y vienen con la sombra de la duda a cuestas. Y, en medio de esa situación incierta, nos encontramos la inmensa mayoría de unos mortales que-a fuerza de palos-estamos entregados, viviendo sin planificar, deambulando por la incertidumbre, de la mano de la desilusión y- a fuerza de desventuras sin tregua-, acarreando unos daños psicológicos que las clases dirigentes parecen ignorar.
Esta pandemia pasará, de hecho, ya se intuye una luz intermitente al final de un túnel que ha sido muy largo y demasiado oscuro. Sin embargo, es preciso que todos seamos conscientes de que más allá de los daños visibles, existen otros imperceptibles a primera vista. Consecuencias lamentables que en las cabezas de la mayoría y, con mayor o menor fuerza en según qué momentos, nos han cambiado como individuos.
Miedo a soñar, temor a organizar, incapacidad de disfrutar, inseguridad laboral, desgaste mental o aburrimiento vital; son solamente algunas de las secuelas emocionales que la peste del coronavirus dejará para siempre en nuestras entretelas.
No son solamente los daños físicos que la enfermedad tuvo a bien repartir entre unos y otros a su libre albedrío, sino que existe también un deterioro moral poblacional que precisa ser abordado y para el que deben destinarse ayudas de toda índole al servicio de la población que crea necesitarlas.
La sanidad ha estado al borde del colapso y la sociedad lo está al borde de la depresión. Por ello, considero que deben destinarse los mismos medios que a diario se destinan a salvarnos la vida, a salvarnos la mente. Porque una sociedad con las azoteas maltrechas está abocada a que le entre agua por los tejados y a aprender a vivir con unas goteras que-tarde o temprano-, pueden convertirse en inundaciones que acaben con la estructura.
Tratemos de vivir con la esperanza de que no falta mucho para salir de este agujero, pero seamos conscientes de que habremos librado una batalla sin precedentes en la era moderna, que en el fondo no es más que un nuevo tipo de guerra. Somos supervivientes que avanzamos sin dilación hacia un estado de posguerra en el que, aunque nos sentiremos mejor, tardaremos tiempo en olvidar y en volver a confiar. Algo que, sin duda, será más sencillo para los más jóvenes.
Esperemos que con las ayudas necesarias, aquellos que estamos pasando por esta devastación, nos vayamos llenando de la cordura que proporciona el paso del tiempo y confiemos en que nuestra ilusión crezca a medida que se vayan abriendo caminos; porque como decía Alejandro Dumas, toda la sabiduría humana está contenida en los verbos esperar y confiar… Así que hagámoslo con una paciencia que está mucho más vinculada a la habilidad de saber mantener una buena actitud mientras se espera, que a la de saber esperar.