Un hombre sentado | Paula

'Un hombre sentado' es la miscelánea de Fernando Soto en 'Nordesía'
Un hombre sentado | Paula
Paula, viendo el atardecer

Hace veintiún años y once días nació mi hija mayor. Unos días antes, a mi mujer, su madre, le diagnosticaron preeclampsia, una palabra nueva para un problema que no conocíamos, y que a punto estuvo de cambiar nuestras vidas para siempre, y para mal. La mandaron para casa, y solo gracias al consejo de unos amigos nuestros, médicos, volvió por Urgencias. La ingresaron. Yo estaba navegando, atracado en Rota. Sentado en las escaleras de la catedral de Cádiz, hablaba por teléfono con unos y otros, intentando valorar la gravedad de lo que estaba pasando, hasta que pedí permiso para coger un vuelo a Ferrol.


La misma noche que llegué, a las pocas horas de estar allí, tuvo un desprendimiento de placenta y se la llevaron, empapada en sangre, a toda velocidad al quirófano. Por el camino, el ginecólogo se volvió mientras caminaba y me dijo que la prioridad era la madre, y que no me preocupara por ella. Llevaba solo seis meses y medio de embarazo, y todavía no sabíamos si era niño o niña.
 

Llamé a su hermana y a mis padres, y los esperé en un banco a las puertas de donde la operaban, llorando sin parar. Al cabo de un rato, antes de que llegaran, salió una enfermera empujando una camilla con algo encima. No sabía qué era, aunque me lo imaginé. En los meses siguientes tuvimos tiempo de sobra para familiarizarnos con una incubadora.


Fueron llegando nuestras familias. Les conté lo que sabía y que se habían llevado al bebé. Mi padre no sabía si vivo o no, pero no se atrevió a preguntarme. La verdad es que yo tampoco estaba seguro. Hasta que, no sé cuánto tiempo después, salió el mismo ginecólogo y me dijo que todo había ido bien, que la madre estaba a salvo, y todavía dormida. Y que teníamos una niña.


Subí a la UCI Pediátrica y la vi por primera vez. No sabría decir qué pensé, pero supongo que, entre todas las emociones que se me agolpaban dentro, sobre todo tuve miedo. Pesaba un kilo y cien gramos y no ocupaba más que un brik de leche. ¡Tan pequeña! La habían acostado boca arriba, con las piernas y los brazos abiertos completamente pegados al fondo de la incubadora, por la falta total de tono muscular. Estaba roja, y la piel aún transparentaba en algunas partes y se veían los capilares. No era un bebé pequeño (eso, tardaría más o menos un mes en serlo), todavía no, sino otra cosa. Tenía la cabeza y los brazos llenos de tubos, sujetos con cintas de esparadrapo más anchas que sus piernas. Sí, daba miedo. Tanto, que aquella noche temí que no saliese adelante. 

 

Nunca más: a partir de aquel día estuvimos preocupados muchas veces, y yo aún pasé dos días en Lisboa, unas semanas más tarde, paseando por el Barrio Alto escribiendo en un cuaderno toda mi angustia; pero nunca volví a dudar de que el final sería un final feliz. Pasamos dos meses y medio yendo cada día a visitarla, y a verla a través de un cristal. Preguntábamos si había ganado algún gramo desde la tarde anterior y la podíamos tocar. La primera vez que me agarró un dedo, toda su mano ocupaba menos que la primera falange de mi dedo meñique. Pero ya era mi hija agarrándome. Cuando nos dejaron cogerla, parecía que el paño en que la habían envuelto estaba vacío. Pero ya tenía a mi hija en el colo.


Y como cualquier padre, supongo, la mañana que salimos del hospital con ella en brazos tuve la sensación de que toda la gente que nos encontrábamos se paraba, nos miraba y se acercaba a verla, asombrados, emocionados como nosotros. Porque era evidente que aquello era absolutamente excepcional, que nunca había pasado nada igual y que el mundo era, desde ese día, otro totalmente distinto. Mucho mejor. Porque estaba ella.


La semana pasada cumplió veintiún años. Aquellos pulmones casi colapsados le han permitido correr finales gallegas de cros y tocar el saxofón. Y casi nunca está enferma. Y además de guapa, trabajadora y responsable, es muy buena persona. Va a ser profesora, y este martes se marchó a Austria de Erasmus, a hacer la segunda mitad del curso. Se fue contenta, y yo también lo estoy. Feliz por ella y por todo lo suyo. Pero reconozco que tenerla tan lejos me hace volver a tener un poco de miedo. Que a veces me gustaría poder cogerla en brazos y seguir protegiéndola. A mi niña pequeña, que ya es una mujer maravillosa.

Un hombre sentado | Paula

Te puede interesar