Hay un hospital en Leópolis en el que las sábanas no son blancas. Tienen dibujos de ositos, barcos o muñequitos de colores porque bajo ellas duermen niños víctimas de la guerra como los hermanos Sasha e Ivan, que sueñan en salir de allí e ir a su casa para reconstruirla junto su padre.
Su casa, dañada por los bombardeos, está en Jersón, la ciudad del mar negro y cercana a la Península de Crimea que Rusia controla ahora. El segundo día de la guerra los dos hermanos lograron escapar, pero poco después tuvieron un accidente de coche por el que llevan ya casi un mes en el hospital.
El abuelo de Sasha e Ivan murió, su madre va poco a poco mejor. No pueden hablar con ella ni verla porque lleva cuatro semanas ingresada en cuidados intensivos de otro centro sanitario distinto al suyo.
Ellos están en el Hospital Clínico Infantil de Leópolis, en el oeste del país, donde en las últimas semanas han descansado en sus camas 350 menores que huían de la guerra.
Asegura el hospital que algunos de esos niños, por suerte los menos, fueron trasladados para recuperarse de heridas en bombardeos. Otros estaban previamente enfermos y siguen en tratamiento, y la mayoría acusa síntomas físicos a consecuencia del estrés que les causa la guerra.
Según datos ofrecidos esta semana por el Gobierno ucraniano, 213 niños han muerto y 389 han resultado heridos desde el inicio del conflicto.
El de Leópolis es el mayor hospital clínico infantil del oeste del país, al que llegaron muchos niños enfermos que huían de los bombardeos junto a sus familias, entre ellos el niño herido en la estación de tren de Kramatorsk, en Leópolis, que dos semanas después del suceso corretea por los pasillos rebotando una pelota amarilla.
En su misma planta están los hermanos Sasha, de 7 años, e Ivan, de 11. El primer día de la invasión, el 24 de febrero, ambos escucharon cómo los bombardeos retumbaban sobre su casa, que sigue en pie en la ciudad de Jersón, a la que Ivan dice a EFE que quiere volver ya. Su abuela contesta que habrá que esperar a que termine la guerra.
Jersón es una ciudad a orillas del mar negro de casi 300.000 habitantes que desde principios de marzo está ocupada por el ejército ruso.
Tras una noche de temblores y cristales rotos, Ivan y su familia dejaron a su padre y todas sus pertenencias en casa y se subieron en un coche rumbo a Leópolis, ya muy cerca de la frontera con Polonia, donde quedaron a salvo de la guerra gracias a la acogida de unos familiares.
Pero cinco semanas después, el 31 de marzo, al abuelo se le paró el corazón mientras conducía el coche en el que de nuevo viajaba él con toda su familia. Él murió, el coche colisionó con una camioneta y los dos niños y su madre resultaron gravemente heridos.
“El corazón de mi marido se paró por el estrés de la guerra”, asegura Switlana, la abuela de Ivan y de Sasha, que pide alejarse de los niños para relatar la historia. Hace casi un mes del accidente y la madre sigue en cuidados intensivos. Su padre no puede atenderlos: está en el frente.
Cuenta a EFE la psicóloga del centro, Christina Bogatyrova, que el estado anímico de Ivan mejoró cuando logró hablar por teléfono con su padre.
Tiene sobre su cama dos teléfonos, uno que le pertenece, y otro que es el de su madre. No lo quiere perder de vista porque es lo único de ella que tiene cerca, y también porque confía en que su padre de un momento a otro le llamará.
La psicóloga explica que cada niño es un mundo, pero que los daños psicológicos de una guerra varían mucho en función de si tienen o no a los padres con ellos.
“Si sus padres no han muerto y están cerca de ellos, los niños sanos necesitan unos días, quizás una semana, para quitar del primer plano que escucharon un bombardeo y seguir con su día a día. Las imágenes volverán en sueños”, relata. Y las heridas de la guerra les acompañarán de por vida.
En el caso de Ivan, los bombardeos conviven con la separación de su padre, la huida de casa, y el accidente, que le ha dejado inmóvil una pierna.
De los 350 niños de la guerra que han pasado por el hospital clínico, solo unos 50 han necesitado acompañamiento psicológico. Con el resto, la terapeuta procura que jueguen, se relacionen entre ellos, lean libros y escuchen música clásica.
La mayoría de ellos sueña con volver a sus rutinas, al igual que pasa con Ivan, que expresa este deseo a EFE: “Quiero volver a Jersón y reconstruir mi casa con mi padre, colocar cristales nuevos, arreglarlo todo, y también ir al colegio”.
Sasha, su hermano pequeño, no quiere hablar. Sonríe tímidamente y se escabulle entre la pantalla de su teléfono móvil, y dice que sí, que él también quiere regresar para ver a su padre y a su madre y jugar con sus amigos.