Hoy pensaba hablarles de otra cosa. De una serie que, creo, al protagonista de mi columna le caería bien en gracia. Se llama Sakamoto Days, y la cosa va de un yakuza que se retira, gana peso (todos en los 40 nos identificamos) y funda una familia y un negocio de ultramarinos. La silueta absurda, pero tremendamente icónica, del asesino de la mafia de barrigón y lentes redondas sempiternas con un delantal es una de esas imágenes que el genio que nos ha dejado podía parir sin mayor esfuerzo.
Porque eso era David Lynch, un asombroso pintor de imágenes con un superpoder extraordinario para traer regalos absurdos, aterradores, maravillosos del subconsciente. Pero miren, ese no es el superpoder que más me impresiona y que me ha hecho amarlo como uno de los cineastas, y artistas, más imprescindibles de mi vida, y que más me han influido, asombrado y enternecido como cinéfilo, como artista y como meramente ser humano. Su superpoder, el mismo que tienen Spielberg, John Ford, o el Christopher Nolan de, por ejemplo, Interstellar, se llamaba: humanidad.
Y se lo voy a recordar brevemente. Premio para el que acierte antes de completar la lectura del diálogo:
“Hay algo que no puedo olvidar... Las caras de todos mis compañeros eran tan jóvenes. El quid de la cuestión es que, cuanto más viejo me hago, más siento que han perdido. Y no son siempre las caras de mis camaradas. A veces, es la cara de un alemán. Al final, disparábamos a muchachos de caritas redondas”.
Sí. Estamos en un bar, de carretera, porque llevamos toda la película en la carretera y los que hablan, sobre vivir la guerra, son Alvin y Verlyn. Y la película, efectivamente, es Una historia verdadera. Esta escena es la misma que ese diálogo inolvidable sobre la tragedia del “Indianápolis” en Tiburón. Es la misma que el monólogo que le dedica Al Pacino a Don Tomassino (“mientras a usted le querían, a mí me temían”).
Es la misma, que precede a un insondable silencio, del final de Fat City (“hablemos”). Es la misma que aquella en la que Terry Malloy le dice a su hermano, Charlie, tras una desarmante sonrisa, una que solo Brando podía dibujar, aquello de “Charlie, qué haces, baja la pistola”. Es una escena que se repetirá siempre, una y otra vez, en el inacabable collar de las obras maestras y que siempre tendrá como centro neurálgico, como latiente corazón, una palabra: humanidad.
Nos toca el alma. A todos. Y el superpoder de Lynch, el más extraordinario de todos, era que encontraba estos momentos incluso en la más bizarra de las situaciones. A través de su sosias, el agente Dale Cooper, nos los dio tantas y tantas veces en Twin Peaks. Esos momentos en los que esa sonrisa, que desarma, de Kyle MacLachlan nos decía que da igual lo oscuro que se pueda poner el mundo, lo terribles que sean las tinieblas que nos cercan; siempre, siempre, siempre podemos prender esa luz pura, diáfana, que todos llevamos dentro para iluminarnos a nosotros y a nuestros semejantes en uno de esos momentos dorados que se convierten, a partir de entonces, en parte de lo que siempre seremos.
Entonces, ¿por qué les estoy hablando de Lynch en vez de Sakamoto Days, de las que les hablaré la semana que viene? Lo obvio sería, porque nos ha dejado para siempre. Pero no solo es por eso. Es porque me leí ese nefasto artículo de Carlos Boyero en El País. Y, francamente, después de haber compartido redacción, periódico y alguna que otra vivencia, no puedo sentirme más avergonzado y francamente iracundo de que a la muerte de un grande de la historia del arte tanto la cabecera como su crítico estrella se destapen con tamaña muestra de mal gusto.
Pero entonces, recordé una de las citas del maestro, una que les reproduzco para decirles hasta dentro de siete días como cierre del artículo, y decidí recoger mis tinieblas y transformarlas en luz. Y decía, David, así, en su maravilloso Atrapa el pez dorado. “No luches con la oscuridad. No te preocupes por la oscuridad. Prende la luz y las tinieblas se van. Prende la luz de la pura consciencia: la negatividad se va”.