Un detective llega a su casa. Y se encuentra, en la cocina de su hogar, a su mujer, colgada del techo, en la semipenumbra del cuarto con todas las luces apagadas. Cae de hinojos, sollozando. Se desgarra la garganta a gritos mirando el cadáver de piel cenicienta en un tétrico vaivén. Al fin ha sucedido. Al fin, lo que siempre había temido, pues su pareja siempre ha padecido de problemas mentales, ha llegado a su cúspide de horror. El hombre parpadea y de pronto, en un corte de plano que cae como una guillotina, vemos que las luces están encendidas, y vemos que su mujer está viva, pasando el aspirador casualmente, y diciéndole, muy preocupada, que qué le ocurre. Que por qué grita.
Es el momento más escalofriante y extraordinario de puesta en escena de la mayor sorpresa cinematográfica que me he llevado últimamente; al punto que creo que se me ha desbancado una de mis películas favoritas de su posición como el mejor thriller de psycho killer de los 90. Hablo, por supuesto, de la maravillosa Se7en. Pero es que Cure, la primera película que he visto de Kiyoshi Kurosawa, es un hallazgo extraordinario para cualquier cinéfilo. Evidentemente, aún cuenta con el hechizo de la novedad, con el planear, como el batir de alas de murciélago, que dejan sus tenebrosas imágenes después de la primera vez. Habrá que revisitarla muchas, muchas veces para ver si resiste lo que Se7en. Sin embargo, y estando uno ya bregado en mil batallas, el instinto me dice que sí, que, realmente, es una obra extraordinaria y que me da algo que Se7en, y Fincher en general, siempre se empeñan en negarme.
Pero hagamos un breve paréntesis de serendipias. Cada uno es como es; y, en mi caso, leen ustedes a una contradicción con patas: un enamorado de la magia, lo fantástico, lo pagano y lo mitológico y religioso en todas sus manifestaciones que es, a la vez, un profundo racionalista que no se cree, por más que disfrute con ellas, ni la jota del ocultismo en todos los disfraces que pudiere vestírsele. Sin embargo, disfruto enormemente cuando la vida me trae aparentes imposibles. Por ejemplo, cuando recuperé mi móvil, en las dunas de la arena en O Rego (o Cortello Grande, Valdoviño) y lo recuperé, tres años después, porque el viento, caprichoso, lo desenterró de allí donde se me había caído; y estaba en perfectas condiciones para cargarlo. No a ese nivel, pero estas navidades sucedió una serendipia en relación a Kiyoshi Kurosawa. Mi padre, cinéfilo también, como muchos lectores sabrán, me insistía en que debía ver una elegante película llamada La mujer del Espía. Yo le insistía en que debía de ver Cure. El caso es que nos pusimos a mirar quiénes eran los cineastas en cuestión y, quia.
Con el universo mandándome el mensaje, evidentemente no me he resistido y me he puesto a visionar su larga y extraordinaria carrera. Pero volvamos a Cure, a por qué me satisface, a mí, como individuo, más que Se7en. Es por una razón muy semejante a la decepción que siempre afirma sentir mi padre cuando Vértigo se revela como una película realista después de coquetear tan magníficamente con el más allá. En Se7en también hay, por la naturaleza religiosa de los crímenes y la visualización, en un giro de guion alucinante, del asesino a mitad de película como un borrón de ropas grises y sombrero, al que es imposible discernirle el rostro, una promesa de que aquello, tal vez, es más que la mera y sombría realidad. Pero en ambos casos, el director toma la decisión racionalista y mata toda esa sugerencia del fantástico de un plumazo.
Cure es justo lo contrario. Cure es una película de lo imposible y en lo imposible. Lo primero, porque realmente su trama orbita en torno a los mecanismos del ocultismo (mesmerismo, concretamente) para torcer la voluntad y la percepción de las personas con un objetivo tan apocalíptico como incomprensible. Lo segundo, porque en cada una de sus muchas secuencias inolvidables late una pulsión sobrenatural, un vibrar de la imagen que nos acecha como en los buenos cuentos de maestros como Lovecraft o Poe, donde cada párrafo, cada línea, cada palabra da textura de horror, de lo ignoto al discurrir del relato.
En fin, que estoy entusiasmado. Y después de unos cuántos palos (divertidos de dar en el caso del Nosferatu de Eggers, por ejemplo, que esto de la crítica monolítica es lo más aburrido del mundo), también apetece recomendar algo en lo que creo incondicionalmente. Creo en Cure. Creo en Kiyoshi Kurosawa. Creo, como espectador, como artista, con el corazón y el alma, nunca con la cabeza, en lo imposible. Y su disfrute, en manos de maestros, me lleva a lo sublime. A ese goce del arte que es, quien pudiera dudarlo, uno de los grandes regalos que da la vida.