BROMURO CATÓDICO | Yakuza y... tendero

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Hoy, surfeando mi Facebook, me encontré con una reflexión de uno de mis contactos que daba en el clavo. Hablaba del añorado cine de los 80 y de un fenómeno paralelo a ellos que ahora, a muchachos como mi hijo (8 años) le hay que explicar, porque nunca los ha experimentado: los videoclubs.

 

Lo esencial de la reflexión que posteaba mi contacto se resume en la siguiente frase: que cada película se sentía distinta.

 

Es una sensación básica en la ficción que por algún motivo estrafalario Hollywood se ha dejado en la cuneta, obsesionada con los universos infinitos y capando todo aquello que huela a nuevo porque lo nuevo no se puede producir asumiendo que va a generar miles de millones de euros. La apuesta debe ser más pequeña y el gran pecado del Hollywood actual (aunque llegan vientos de que la cosa está cambiando, probablemente porque el streaming ha demostrado que la novedad sigue siendo un valor ansiado por todos) es no querer invertir en apuestas pequeñas.

 

En contraposición, el anime, que está liderando el cambio en el poder blando que llevamos viviendo ya unas décadas, es un terreno que solo vive de lo nuevo. El proceso es en sí fascinante y quiero dedicarle algunas líneas.

 

Todo empieza en Internet, con un concepto al que se conoce como light novels. Se trata de novelas autopublicadas por cualquiera en grandes webs (por ejemplo, Shōsetsuka ni Narō) y que van ganando, de forma totalmente limpia, sin marketing ni transacción económica, lectores. Cuando dichas obras se convierten en fenómenos, pasan al siguiente estadio de la cadena de producción: su publicación impresa. Esta empezó en los 70 y es equivalente a las novelas de a duro que vivieron su esplendor en España una década antes, al pulp de toda la vida. De ahí, se salta al manga, donde el esfuerzo económico de producción es mayor (no sé si lo saben, pero el rango de producción de un dibujante con respecto al de un escritor es de uno a cuatro; a veces, incluso menos; por lo que es más caro contratar a un dibujante que a un escritor por el tiempo que lleva elaborar la obra). Y el siguiente paso, evidentemente, es el anime, las series para formato televisivo o digital que ya implican el trabajo de compañías de animación. La siguiente (y última) etapa transmedia de toda esta cadena narrativa son mi industria, los videojuegos.

 

Este sistema de producción lleva a un resultado, creo yo, creativamente muy deseable: en la fase más barata, el papel, hay miles y miles y miles de historias que lo intentan. Y en las sucesivas, una criba, de público, incluso antes de existir la transacción económica, ha filtrado dichas ideas para llevarlas al esplendor de los medios artísticos más onerosos desde un punto de vista tanto del comprador como del creador (por la cantidad de gente implicada en su producción).

Paréntesis terminado.

 

Pues bien, ya desde el logo uno puede advertir los valores de la serie que les quiero recomendar este fin de semana: Sakamoto Days. En la o de SakamOto se ve el rostro rechonchete y con bigotillo de un tipo de gafas redondas. Y la imagen ya crea al icono, fascinante, sobre el que va a orbitar toda nuestra atención durante el anime: Taro Sakamoto, una leyenda de los asesinos a sueldo que se enamora de una tendera y decide cambiar de vida, regentando junto a su amada una tienda y convirtiéndose en un padre de familia. Por supuesto, su pasado vendrá a buscarlo y a arrastrarlo al mundo de violencia del que ha huido: algo así como Una historia de violencia pero con sus seres queridos sabiendo de dónde viene papá.

 

La premisa es deliciosa y la ejecución más aún. Algo más que divertida, adictiva, al punto de que Netflix ha entendido, perfectamente, que es una de esas series de las que merece dosificar un capítulo a la semana a su público. A mí me tienen ya enamorado. Y, sabiendo que los autores originales llevan ya 20 números publicados, pues pega que ese amor va a largo plazo.

 

Porque en los animes, como en el cine de los 80, cada historia se siente como si fuera completamente distinta a las demás. Un ramillete, cuasi infinito, de locas ficciones que embelesan con su fragancia sin igual.

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