A finales del verano un amigo hostelero me comentaba la variedad de turistas que últimamente albergaba Ferrol, síntoma del renacer que estamos viviendo (después de 30 años perdiendo población, por fin, este 2024 lo acabamos en positivo, sumando vecindario). Le llamaba la atención un turista portugués que, en los últimos años, siempre pasaba una semana de vacaciones en nuestra ciudad. Durante su estancia, día sí, día también, ocupaba lugar en la barra del bar donde él trabaja. Finalmente, en su última visita, le preguntó a qué venía a Ferrol, si es que le cogía de paso. Le dijo que era vecino de Oporto, su lugar de origen, y que no realizaba otras visitas durante sus vacaciones. Su destino, en exclusiva, era Ferrol. Aquí, le dijo, disfrutaba de su decadencia. Su ciudad, en su momento, la había tenido y ahora que se había perdido, la añoraba. Se sentía afortunado de haberse vuelto a encontrar con ella recorriendo nuestras calles.
Ferrol es una ciudad con multitud de aristas en las que fijarse. El mundo naval, el militar, “el Ferrol de toda la vida”, Caranza, Canido, Santa Mariña, las casas baratas… Un sinfín de identidades dentro de nuestra pequeña y peculiar urbe. Una ciudad decadente que añora, día sí, día también, un pasado que ya nunca volverá. Esa decadencia, su atemporalidad y lo patético son los principales puntos en los que se fija Alberto Gracia, director de la película de la que hoy hablamos: La parra. También en el Ferrol surrealista. Al fin y al cabo, pocos lugares pueden abrir sus noticiarios con taxis voladores que se adentran en la ría, enormes grúas que caen a ella al día siguiente o serpientes gigantes creando el pánico en los wáteres de la población.
La historia de “La parra” comienza con una ruta a oscuras. Un guía nos lleva a la ermita de Chamorro. No vemos nada, pues estamos viajando por el monte junto a un grupo de ciegos y el director nos mete en su piel para comenzar la historia. El guía es Cosme, un hombre de mediana edad que al llegar a la cima, mientras el grupo de invidentes celebra la proeza, los abandona, al igual que dice adiós a este mundo, lanzándose desde lo alto de los peñascos. Este grupo de ciegos irá apareciendo, en una extraña aventura con increíble final, a lo largo del metraje. La siguiente escena nos lleva a Madrid. Allí conocemos a un perdedor llamado Damián; cuarentón que sobrevive a duras penas en la capital con casi nada. Recibe la noticia de la muerte de su padre y decide regresar a su ciudad natal, que es la nuestra.
El personaje principal de “La parra” no es Damián (muy bien llevado por Alfonso Míguez, por cierto), lo es nuestra ciudad. Alberto Gracia se esfuerza (y consigue) mostrar la parte más monstruosa de Ferrol y lo hace con cariño. Como si de Frankenstein se tratase. Es un monstruo, pero tiene buen corazón. Con la excusa de la gestión de las cenizas del padre de Damián, se nos guía por diferentes parajes. Pasamos por las casas baratas, bajamos rumbo al centro junto a Damián, dejando atrás a la cafetería Avenida y un sinfín de locales vacíos con el letrero de “se alquila”. Mientras bajamos la calle junto a él, nos es imposible dejar de mirar los rótulos.
“Destacable filme de Alberto Gracia. Innovador, arriesgado e hipnótico, y especial para el público ferrolano. Difícil hacer más con tan poco”
Llegamos a la pensión La parra, la cual da título al filme. En ella, al igual que hizo Tod Browning en el clásico Freaks de 1932, se trata la diferencia, lo extravagante, el absurdo, con mucho respeto y cariño. Increíble el momento donde el recién llegado, en una comida conjunta, le pregunta al resto de la cuadrilla de qué viven. Yo, en mi butaca, perplejo, casi esperaba que todos comenzasen a cantar, como en el filme anteriormente citado, “lo aceptamos, lo aceptamos, es uno de los nuestros”. También, su director, juega con el tema de la identidad de Damián, al cual todo el mundo confunde con Cosme, el guía suicida desaparecido. En un momento dado, deja de protestar cuando le llaman Cosme, mientras comienza a ocupar el espacio vacío que ha dejado este. Todo parece una metáfora de la metamórfica identidad de Ferrol.
“La parra” de Alberto Gracia se acerca al cine de David Lynch. Por momentos, parece que estamos en Mudholland Drive (2001) o Carretera perdida (1997). Encontramos en ella escenas extrañas y desconcertantes, siempre atrayentes. El momento del tema reggae cantado por el hombre en silla de ruedas es impresionante.
Por último, citar otro juego más que encontramos en “La parra”; el del tiempo. En la película no es lineal. Puedes estar viendo un noticiario de los 80, vivir los acontecimientos del buque “Discovery Enterprise” del 98 o recibir llamadas con celulares actuales. Todo es difuso. Parece contarnos que en Ferrol no pasa el tiempo, que la ciudad vive sumergida en un agujero negro o que transita un extraño agujero de gusano. Como si se encontrase eternamente atascada, inamovible. Salir de este bucle es complicado o imposible, como lo era también para los protagonistas de El ángel exterminador (1962) de Luis Buñuel.
En definitiva, destacable filme de Alberto Gracia. Innovador, arriesgado e hipnótico, y especial para el público ferrolano. Difícil hacer más con tan poco. Todo lo que hay en ella, de alguna manera, nos suena, más allá de los lugares físicos por donde transita. Para finalizar, una última referencia que me vino a la memoria mientras la visualizaba. Se trata de Espíritu Sagrado (Chema García, 2021), una notable película que comparte aspectos con la citada. Al igual que en “La Parra”, ante nosotros, actores y actrices no profesionales que nos llevan a un mundo tan conocido como angustiante.