La mansa desobediencia del asombro es hoy mentora y vigía de un estado de engreimiento rayano a la indignación y alejado de la rebeldía, que nos mueve a la vibrante quietud del perfecto insatisfecho. Virtud que señaló Platón como precursora y dadora del divino conocimiento y que en nuestra voluble voluntad, se pervierte hasta el extremo de negarlo.
Somos seres de conocimiento habitados por esa suerte de asombro sin ánimo de saber o entender. De esa contradictoria fuerza nace nuestra ciega obediencia, para nada desatendida ni alejada de nuestros afanes y entretenimientos.
No somos curiosos, sino meros asombrados al servicio de una vieja novedad, la de la ancestral rabia, sabiamente moderada por ilustres voceros que nos mueven a ese rabioso asombro con verdadera maestría, tanto que son capaces de abismarnos, sublimes, en él.
Hoy el motor de este ser sin ser es el Covid, un mar vírico que nos admira por su versatilidad y fortaleza. En menor intensidad, eso sí, que ese coro de voces institucionales y de opinión que hacen de sus perniciosos efectos sus devastadoras causas, haciéndolo parecer un advenedizo. Porque lo que de verdad nos asombra son, en boca de esos sacerdotes, sus -ismos, dogmáticos y fluctuantes, y siempre en liza al extremo de la adicción. Por eso ahora que pretenden rebajar esta asombrosa enfermedad a la categoría de gripe común, no podemos sino preguntarnos alarmados, qué asombro entonces, cómo asombrarnos.