la semana vuelve a deslizarse entre reuniones infinitas, eventos que asfixian la agenda y asuntos personales que piden su espacio. Seguimos en temporada de cambios, una temporada que ya va siendo larga, instalada en ruidos. Temporada de ritmos distintos, donde fuera todo parece moverse a velocidad de vértigo, mientras que dentro la cadencia reposa en pulsaciones más lentas. Temporada, sin embargo, que parece llegar a su fin.
Respiro los lugares de vorágine y ruido. Abrazo mis refugios de pausa y silencio. Y entre uno y otro, transito del caos al orden. No todos cambiamos en el momento en que la situación lo exige y es imprescindible aceptarlo, permitirse y permitir que todo vaya retomando su cadencia.
Las empresas evolucionan, los equipos se reestructuran, las estrategias cambian… y, sin embargo, el ajuste emocional y mental de quienes forman parte de esas transformaciones no es inmediato. El apego a lo que conocíamos pesa, despedirse de ello lleva un tiempo que es necesario respetar y acomodar para cada persona.
Nos exigimos aceptar los cambios con agilidad, sin margen para la confusión o la nostalgia. Pero lo cierto es que el cambio real no sucede cuando se dicta, sino cuando lo integramos de manera plena. No es resistencia, es proceso. Un proceso natural de ajuste. Algo similar al paso de la oscuridad a la luz; nuestros ojos necesitan unos segundos para adaptarse.
Ese “entre tanto”, en el que no hemos terminado de soltar lo viejo, pero tampoco vestimos en su integridad lo nuevo, es clave. Es el espacio donde ocurre la verdadera transformación. Nuestra cultura de la inmediatez nos exige que pasemos de una fase a otra sin tregua. Y ahí es donde surgen la frustración y el agotamiento.
Aceptar que el cambio no es solo un evento externo, sino un proceso interno, es el primer paso para gestionarlo mejor. Fluir con la revolución y transformarla en evolución.
Observo a mi alrededor, me observo. Abro espacio a los permisos para recorrer la incomodidad, sabiendo que al final del camino todo se torna más amable. Hablar del cambio con honestidad, compartir lo que sentimos con el equipo o con personas de confianza para normalizar los procesos. Buscar puntos de estabilidad; siempre hay anclajes que nos aportan solidez. Nos adaptamos, no nos resignamos. Adaptarse no significa aceptar todo sin cuestionar, implica encontrar nuestro lugar dentro del nuevo escenario, sin perder de vista nuestras necesidades y valores.
Y si, después de todo, en el silencio encuentro la sensación de recta final. El orden como resultado. La calma después de la tormenta. La ilusión de los nuevos comienzos.
Recojo las palabras de José Saramago: “El caos no es más que orden a la espera de ser descifrado”.