Los hombres acabamos de matar a Cristo y lo adornamos todo de flores, como si fuese un acto festivo, una celebración más, como lo son el bautismo, la confirmación, una boda o cualquier otro acontecimiento de esa naturaleza. Y quizá lo sea porque, un bautismo sí que es el de dar muerte a un semejante. Y también una confirmación, la de volver a hacerlo cuantas veces sea necesario. Y una boda, porque cuántas veces no nos desposamos con el mismo crimen. Y cualquier otro acto festivo, porque no somos sino una sucesión de actos capaces de matar a un dios y celebrarlo con flores y ropas de estreno.
Justo es reconocer que lo de festejar sí es cosa nuestra, pero las flores las pone la indolente primavera que, como ya advirtió el poeta, es capaz de hacer brotar lilas en tierra muerta. Y no anduvo errado en esa apreciación, porque ahí la tienes, adornando la misma tierra que empapó la sangre del Mesías, con lilas, prímulas y toda suerte de flores, hojas y hierbajos de vivos colores y rabiosas frondosidades.
Es la primavera, es cierto, y se agradece, porque si no fuese ella y el crimen naciese en el imaginario ideológico del gobierno de turno o en el de las ocurrencias de la oposición de muda, pasaría a la gresca política y sería debatida en los medios, en altas sedes judicializadas e investigada en bajos parlamentos. Y sería tanto el ruido que, en el aturdimiento, terminaríamos buscando un cristo al que llenar de lanzadas y flores.