El calendario insiste en que el amor tiene un día. Que debe ser celebrado con flores envueltas en celofán y cenas con sabor a fresas con chocolate y champán. Que su lugar está en los escaparates teñidos de rojo y en los mensajes prefabricados de las tarjetas.
El amor no entiende de fechas, se presenta cuando se le antoja. Se demuestra en los detalles cuidados, un beso robado, unas flores de jardín envueltas en cariño, una cena improvisada con bocatas y cervezas, al atardecer de un día de verano, una manta nueva que nos espera al llegar a casa “porque ha empezado a hacer más frío”. Su lugar está en cualquier lugar, y en los mensajes atesorados entre las páginas de un libro, en las notas que reposan en la almohada o en los buenos días que nos reciben en el espejo del cuarto de baño.
El amor es unidireccional, bidireccional, no conoce fronteras y se cuela por las rendijas de la vida cotidiana. No se deja atrapar en un solo día, ni en un solo gesto, ni en una sola persona.
De manera subconsciente, muchas veces dibujamos una idea de amor épico, de película con banda sonora y final feliz. Confieso, que al menos en mi adolescencia, y algunos años más, buscaba esa imagen. Con el tiempo y las experiencias, entiendes que hay muchos amores y muchas formas de amar. No siempre es brillo, calor, palabras certeras y grandes momentos. A veces es torpe, incómodo, rodeado de silencios o momentos pequeños. Amar quizás es simplemente ser uno, ser con uno y ser con otras personas. Elegir compartir el espacio, el tiempo, las versiones más imperfectas de nosotros mismos.
Recuerdo entonces un texto leído en algún lugar ahora olvidado: “El lugar que ocupa el miedo no puede ocuparlo el amor. Y viceversa, donde está el amor no puede estar el miedo. Pero en el sentido más estricto y literal”. Así es, el uno y el otro pueden convivir, de hecho, conviven, pero siempre en cantidades inversamente proporcionales. Cuanto más amor sentimos hacia una persona, un lugar, un objeto, una idea, menos miedo o rechazo podrá inspirarnos y al revés. Como un vaso con agua y aceite. Para vaciar el aceite sólo se podrá llenar el vaso de más y más agua, hasta que rebose el aceite. Quizás sólo se trate de eso, lo opuesto del amor, no es el odio, es en realidad el miedo y detrás de él se esconde el odio, el rechazo. Llenar nuestro vaso interno de más amor, permitirá poco a poco alejar los rechazos y los miedos.
Con todo, más allá del 14 de febrero, de ese 14 de febrero que marca el calendario hoy, el amor sigue sucediendo en todas partes. En la amistad que sobrevive a los años y las distancias. En la mano que nos agarra con firmeza cuando estamos a punto de caer. En la familia, con su caos y sus heridas, pero también con su inquebrantable voluntad de seguir siendo hogar. En los desconocidos que nos ceden el paso sin prisa. En las canciones que alguien elige pensando en nosotros. En el amor propio, el más complicado de todos, el que nos exige paciencia, ternura, aceptación.
Así que sí, celebremos el amor. Pero no solo este día fijado por alguna convención. Celebremos el amor en los días comunes, en los lunes sin ganas o los domingos de pijama. En los gestos pequeños, en los regalos sin fechas, en la lealtad silenciosa.
Celebremos el amor y como dice Guadi Galego en su canción toca vivir “sete vidas pra poder amar a mares… sete vidas pra poder amar(te) a mares”.