Dicen que el Domingo de Ramos, si no estrenas algo, te quedas sin manos. Hace 51 años, yo estrené la vida. No podía haber estrenado nada mejor. Quizá por eso me gusta tanto la Semana Santa.
Hay semanas que no se miden en días, sino en sensaciones. Y no existe otra época del año más sinestésica que esta.
Las mañanas de Semana Santa son verdes, como las hojas nuevas que brotan en un árbol, y huelen a rocío.
Las tardes son moradas, como las túnicas y los capirotes de los nazarenos, y retumban en el corazón, como los tambores que rompen el silencio y se clavan en la amígdala, activando lo más primitivo y esencial del ser humano.
Los anocheceres de Semana Santa son claros, dorados y tardíos. Saben y huelen a vino tinto de la Ribera del Duero, a sopas de ajo, a chocolate con forma de huevo de Pascua y a pan, leche, miel y canela… Incluso a hornazo a orillas del río Tormes en un Lunes de Aguas y a «matar judíos» a limonadas en el Húmedo que, pese a lo reprobable de su nombre, es una tradición de gusto dulce (y más si lo acompañas de una buena morcilla).
La Semana Santa huele a cera derretida, pero también a papel de regalo, a tarta de cumpleaños. Suena a taconeo por las escaleras, al silbido que avisa desde el portal, al claxon de un coche desde la calle, al alboroto de una reunión familiar. Y es suave, como los besos, como el cariño, como la presencia de quien va a estar siempre, de manera incondicional.
Mi Semana Santa tiene, siempre tendrá, acento castellano. Vallisoletano, para ser más precisa. Pucelano, sí, de pura cepa. De los que dicen «ten cuidado con esa botella, no la caigas». De los que le llaman jamones a las nubes de malvavisco, carpesano a los archivadores de anillas y lapiceras a los portaminas.
Por eso, la Semana Santa, para mí, tiene tacto a mantel con migas de pan lechuguino, a dados desgastados que se cuelan en un cubilete forrado de terciopelo verde. Da calor, como los abrazos, como una estufa de butano o una cocina de leña sobre la que se muele el pan. Se siente adentro, muy adentro, como el deseo que pides con los ojos cerrados justo antes de soplar las velas. Ese deseo que, afortunadamente, nunca tendrás que confesar.
La Semana Santa anuncia cielos azules y colores pastel que permiten dejar atrás la oscuridad, incomodidad y tristeza del invierno, y más horas de luz para estar vivos. Y, si uno se deja, también para volver a empezar, para renacer, como la vida en primavera.
Ya lo cantaban los Beatles:
«Little darling, it’s been a long cold lonely winter.
Little darling, it feels like years since it’s been here.
Here comes the sun (doo, doo, doo).
Here comes the sun.
And I say: it’s all right».