Nada puede hacerse sin confianza entre moradores, tampoco sin esperanza puede reconstruirse nada. Hay que tomar aliento siempre en comunidad. El brío optimista debe respirarse por todos los ambientes; gobernar nuestros andares. Personalmente, confieso, que me imprimen tristeza esas gentes que se hunden por sí mismas, que han perdido todo anhelo, y apenas hacen nada por rehacerse. Cada amanecer ha de ser, precisamente, un acto de valentía, de creación y de recreación de impulsos y fortalezas. Nada surge porque si. Todo requiere esfuerzo cooperante y desvelo peleador para afrontar los retos y amenazas que se ciernen sobre el mundo. Cada cual desde su hábitat debe estar a la altura de las circunstancias, en guardia permanente y en disposición de colaborar responsablemente, ya no sólo con las manos, también con el corazón. Quizás tendremos que dejar a un lado viejas historias y rejuvenecer con nuevos entusiasmos reconciliadores, hasta soltar lágrimas unidos, pues la suerte de estar con vida, es la de continuar haciendo familia, la de proseguir de la mano con otro y la de ejercitar el valor de soñar una vez más. Todo esto, ¡bien merece la pena trabajarlo! Soñemos, para empezar, con otros mercados menos afanados con la ganancia fácil, más solidarios y activos en volver a llevar la dignidad humana al centro de nuestras inquietudes.
La certeza en sí mismo es el primer paso a realizar. Con razón, se comenta que es un sentimiento de poder que nos abraza y sosiega. Puede que tengamos que confiar más en nosotros mismos, en nuestro propio linaje que en los sistemas de producción, en vista del retroceso que padecemos y la agudización de la desigualdad evidenciadas por la pandemia. Sin duda, la atención más inmediata es la de un colindante que siempre ha de estar ahí como apoyo. Con la epidemia hemos visto una falta de acceso generalizado a los servicios básicos. Sin embargo, la apuesta por esa cercanía vecinal es la que nos mantiene vivos en la mayoría de las ocasiones, nos hace mejores personas, ciudadanos de bien, individuos de bondad y verdad, tipos más valientes en suma. Al ser humano, desde luego, solamente le puede ayudar otro ser humano. Funcionamos desde el concierto, por eso no puede faltar la cordialidad, los afectos comunes, que son realmente los que nos hacen fiarnos y batallar unidos. Por desgracia, la desconfianza como enfermedad nos viene debilitando desde hace bastante tiempo, con la consabida división y enfrentamientos entre semejantes. La desvalorización social de la alianza estable y generativa entre humanos es donde comienza el desengaño, y esto es una pérdida para todos. Ojalá aprendamos a regenerarnos con la alegría que germina de la compasión, a restablecernos con la ternura que nace de la familiaridad y tengamos la fuerza anímica de romper muros y tender puentes.
Las familias entre sí, la mujer y el hombre han de reencontrarse nuevamente, pues no podemos continuar en el desarraigo. Tenemos que volver a dar un nuevo tono, acompañado de un auténtico timbre de corazones, al espíritu conyugal. Nunca es tarde para replantearse algo tan hermoso, como ser los unos para los otros y viceversa. Desterremos las contiendas domésticas o sexuales. No avanzaremos, por consiguiente, mientras no tengamos esa confianza puesta en nosotros y en los demás, no para encontrar todas las respuestas a lo que nos preocupa, sino más bien para estar abierto a todos los interrogantes que surgen al romper el día. Lo armónico llegará en la medida que cultivemos ese virtuoso estado de la mente, a la benevolencia, a lo equitativo y a la ilusión de la entereza. Podremos hablar, y nos hará bien, de reformas continuas al liderazgo, de sistemas inclusivos y morales, de los retos más urgentes de la actualidad como el cambio climático, de la evaluación de los programas sociales, pero también es imposible ir por la vida decaído, sin confiar en nadie y sin la constancia del empeño y con la capacidad de sacrificio que supone cultivar la coherencia en un mundo que, hoy por hoy, crea aislamiento y desprecia a los más débiles.
Volvamos a la sensatez, que es la que une el amor a la expectativa, esa seguridad en las reservas de bien que hay en el corazón humano para ofrecer y vivir, haciendo agrupación. Sea como fuere, nunca es tarde para trazar otras sendas y tomar otro ánimo. El amor es nuestro gran motor y es optimista por naturaleza, lo que genera certidumbre y pasión. Sin embargo, no existe una señal más poderosa de agotamiento que desconfiar instintivamente de todo y de todos. Nuestra mayor torpeza es no encontrar ese soplo que nos armonice sin violencia, no sólo para ser amigos, sino para ser esa humanidad que facilite el entendimiento entre sí y que cuide más de las necesidades de la gente común. Al presente, justo cuando nos encontramos en un momento muy peligroso de la pandemia de COVID-19, la gente no puede estar únicamente complacida por el hecho de que se extiendan las vacunas, hemos de ser conscientes de que nuestros comportamientos y actitudes son los que realmente validan la época, y en esto, nuestro estado de ánimo es fundamental. Seguramente tendremos que poetizar más las cosas y politizarlas menos, ser más corazón que cuerpo, porque hasta ahora hemos utilizado la siembra de la desesperanza constante, y esto lo único para lo que nos ha servido es para ser dominadores de un mundo que no es nuestro, sino de todos. Hundir a un pueblo en el desaliento es llevarnos a un círculo perverso que nos deja sin horizontes; y, lo que es peor, sin recursos, así como sin capacidad de opinar y pensar.