La patata frita es un icono de la gastronomía belga pero también un alimento cargado de historia, leyendas y falsos mitos que recorre el “Frietmuseum”, un museo ubicado en un edificio del siglo XIV en Brujas que pone en valor este alimento milenario y recoge su origen hispano.
Se trata del único museo del mundo dedicado al tubérculo, que cuenta con más de 5.000 variedades y que, pese a no tener orígenes belgas, es una de las bases de la gastronomía del país, donde está presente en sus miles de “friteries”, que se remontan a finales del siglo XIX. La patata llegó a Bélgica de la mano de un explorador español, Gonzalo Jiménez de Quesada, que buscando El Dorado en Colombia en 1537 encontró cultivos de maíz, judías y patatas.
Bélgica atribuye uno de los orígenes de la “frite” precisamente a una española, Teresa de Ávila, quien impulsó su cultivo para alimentar a los enfermos creyendo en sus propiedades curativas “cuando ya se cocía con aceite de oliva, y es posible, y muy probable, que la patata también”, según las investigaciones de Cédric y Eddy Van Belle, fundadores del centro.
Según la leyenda que recoge el “Frietmuseum” las patatas fritas se implantaron como alimento en Bélgica cuando las heladas congelaron el río Mosa y los habitantes de la región decidieron cortar las patatas en láminas y freírlas como si fueran pequeños pescados, que era el alimento principal de su dieta.
Fue en 1869 cuando un grupo de comerciantes escribió una carta al alcalde de Brujas pidiéndole autorización para freír patatas en la plaza principal con motivo de una “kermesse”, una fiesta popular; así nació la primera “friterie”, un carro tirado por un perro con una gran cacerola y carbón de leña.
“La tradicional fritura doble belga” se basa en una primera en aceite vegetal, a 160 grados y entre cuatro y ocho minutos, y una segunda en grasa de vaca, a 180, que les aporta un característico sabor a manteca. El objetivo de esta doble cocción es crear una corteza que “protege” el interior de las “frites”.