sabemos varias cosas de Eurovisión. Para empezar, que nuestras baladas en castellano no gustan. Da igual el despliegue vocal de, en este caso, Blas Cantó –no había agudos comparables a los suyos–, o lo emocionante de su interpretación; no gustamos y punto. Eso, al público, que ya sabemos que los votos del jurado de cada país se rigen por otras cuestiones menos musicales. Y tampoco les gustamos, por cierto. Solo recibimos los votos de británicos y búlgaros, para que luego hablemos de buenas relaciones con nuestros vecinos. Porque al que diga que este festival no es el de las relaciones diplomáticas que le enseñen los cero puntos del Reino Unido. El peor resultado de su historia justo en la primera edición del concurso después del Brexit. Nosotros nos libramos por poco. Igual si el próximo año vamos con una propuesta un poco más festiva –sin llegar al Chikilicuatre– nos va algo mejor. O si dejamos de tomarnos Eurovisión como un concurso de canto y lo entendemos como lo que es, un espectáculo televisivo en el que tenemos que conformarnos con participar.