Amenudo nos devanamos los sesos intentando explicar el épico deterioro ético de nuestros gobernantes en las tareas que le son propias y también en las impropias. Recurrimos en ese afán a la psicología, filosofía, teología, antropología, teosofía y otra ciencias populares que hablan pestes de la naturaleza humana y también de la divina. Nos hacemos cruces y rayas tratando de dar respuesta a esa voracidad sin límites, a ese descaro sin atisbo de recato, a esa desfachatez propia de muralla China. Deseamos entenderlos para no maldecirlos, acaso para no dar pábulo a la necesidad de finiquitarlos en lo laboral. Queremos y tenemos que creer en ellos porque son el sostén de lo mejor de todos, nuestro único común digno de alabanza y sano orgullo: la democracia. Pero cuesta hacerlo, por eso esa necesidad de indagar en su naturaleza una vez se encaraman en el cargo.