Blackbird es mirlo en inglés. Lo sabía, pero no me daba cuenta. ¿No les sucede eso a veces, que tienen un dato, que saben algo en teoría, pero en realidad no acaban de asimilarlo y no lo relacionan con todo lo demás, como si no lo integrasen con el resto de conocimientos? Hasta que de repente ven las conexiones y empiezan a hilar todo. El mirlo es uno de los pocos pájaros que soy capaz de reconocer.
Blackbird es una de mis canciones favoritas de los Beatles, si tiene sentido decir eso de un grupo que escribió 188 temas, de los que aproximadamente 100 me parecen geniales. Blackbird la compuso Paul, solo, y, como alguna otra –por ejemplo, aunque luego George Martin le añadiese el acompañamiento clásico, la mejor canción de la historia: Yesterday–, es en realidad casi un tema en solitario, en cuya versión definitiva se le oye a él cantando y tocando la guitarra, y su pie llevando el ritmo, para lo que colocaron, a su lado en el suelo, un micrófono.
Y digo casi en solitario, porque en realidad también sale un mirlo cantando. Dicen que fue escuchada por primera vez por un grupo de fans que aguardaban una noche junto a la casa de Paul y Linda: la pareja acababa de regresar y él abrió una ventana del piso superior y la cantó para ellas. Y también ha explicado él, McCartney, que en realidad es una alegoría sobre los derechos civiles, y donde dice blackbird está diciendo black people, y el ala rota es algo más que un ala rota que impide volar.
Yo se la cantaba a mis hijos cuando los dormía en la cuna. En concreto, y como me recordó Carlos esta semana, era la tercera canción: la primera era la que me cantaba a mí mi abuela de pequeño, esa tan conocida que comienza con “Este niño tiene sueño, tiene ganas de dormir”, y la segunda, una versión mía de Las Mañanitas del Rey David, convertida en nana a base de cambiarle la letra: en lugar de amanecer salían las estrellas, y no les mandaba despertar, sino descansar, etc. Así que en realidad en pocas ocasiones llegaba a “Blackbird”, porque se solían dormir antes.
Pero a veces sí, y sustituía el pie de Paul marcando el ritmo por mis palmaditas en el pañal –siempre durmieron boca abajo–. E incluso, para noches excepcionales, tenía una cuarta opción, también de los Beatles y también de McCartney: Mother Nature’s Son. Esta, inspirada por una conferencia dada por el Maharishi Mahesh Yogi durante el viaje del grupo a la India. Ya ven ustedes qué mezcolanza. Pero en realidad todas ellas, además de bonitas, eran plácidas y agradables, y cumplían su función de maravilla.
Y yo me pregunto, huyendo de todo misticismo y esoterismo, que me rechinan bastante, si esas horas y horas de cantarles quedan en alguna parte. Si permanecen, más o menos enterradas, menos o más conscientes, en sus mentes, como en la mía. Si forman parte de esas cosas con las que, si tienes suerte, año a año se te va acolchando el interior, como un suelo mullido donde luego ya pueden ir cayendo las vicisitudes de la vida, unas mejores y otras no tanto. Un suelo que los padres –entre otros, pero sobre todo los padres– tratamos, o deberíamos tratar, de ir cubriendo, de ir preparando para lo que luego venga. Un suelo hecho a base de experiencias, de momentos, de canciones cantadas que, si tienes suerte, repito, dejarán confianza, seguridad, cariño, amor, etc., con las que luego encarar lo que venga –si tienes mala suerte, claro, dejarán todo lo contrario, dejarán un suelo donde resultará casi imposible que algo caiga de pie y se pueda sostener–.
Me dice una psicóloga que no puedo pretender acompañarlos en lo que vayan a hacer a partir de ahora –ahora que es ese momento que he temido siempre un poco, que es en el que empiezan a irse–, porque ese no es mi sitio. Que puedo estar cerca, claro, disponible, y de vez en cuando aparecer, pero que mi sitio está abajo, en la base. Que no puedo ser rama, como sus amigos y sus parejas, como sus estudios, como lo que quiera que hagan ya, sino raíz: que yo tengo que ser su raíz. Y que ellos sepan que me tienen ahí, sosteniéndolos –y ahora me doy cuenta de que la metáfora también se podría entender como un no permitir avanzar, pero no, ¡no es esa la idea!, quédense con la otra interpretación–.
O, dicho de otro modo, supongo, que debo haberme ocupado de ese suelo que les servirá de base donde apoyar todo lo demás. Un suelo hecho a base de capas. Capas diferentes, unas más obvias, como el cariño, las alegrías o los paseos de la mano, y otras no tanto, como la parte menos amable de educar o, por qué no, los fallos propios, si es que enseñaron algo. Y en la que al menos una, sin duda, está formada por las canciones cantadas, a gritos en el coche o durmiéndose en la cuna.