A la mesa, tanto tiempo después

A la mesa, tanto tiempo después
Jorge Meis

Un día, mientras hablaba de pie, tuve mi mano apoyada en la repisa de mármol negro de una chimenea. Una repisa de bordes redondeados, suave a la palma de la mano. Y mientras escuchaba, o no, pensaba si aquello habría sido siempre así o sería el resultado de muchas manos como la mía apoyándose, de muchos roces, del tiempo.


Otra mañana alguien me hablaba y yo veía por la ventana una fila de árboles sin hojas, con sus esqueletos de ramas alzándose quietas al cielo gris del invierno. Y me sentí un privilegiado. En ambos casos lo sentí.
Tengo, de los últimos diez años, más de cuatrocientas columnas escritas. Las estoy repasando con la pretensión de hacer una selección e intentar que alguien me la publique. Me dicen que es casi imposible, pero, aun así, me está gustando hacerlo. Y lo más curioso es que selecciono dos de cada tres; lo cual convierte el trabajo en poco menos que inútil, porque siguen saliéndome demasiadas y voy a tener que volver a empezar, pero al mismo tiempo me deja contento, pues resulta que en general me gustan.


Y sucede, como le sucedía a Cecilia con sus canciones, que las de tema más serio, las más pensadas, aquellas en las que quise escribir más sesudamente y opinar, son las que peor han envejecido y, sin duda, las que menos interés tienen ahora —y me temo que antes—. A ella le gustaban “Mi querida España”, o “Dama, dama”, que tenían un fondo social, de crítica, que le importaba, pero ninguna se escucha tanto como “Un ramito de violetas”, que al fin y al cabo habla de un tema no solo universal sino intemporal. Y yo releo mis textos y compruebo uno tras otro que, como pasa con la literatura, lo que vale la pena, lo que se puede releer, es lo más simple, lo cotidiano, lo que ya todos sabemos sobre el amor, sobre el cariño, sobre las preocupaciones o sobre cómo pasa el tiempo y nos va cambiando; o sobre la sorpresa, por no decir incredulidad, que nos provoca todo ello una y otra vez, siempre que comparamos la persona en que aparentemente nos hemos convertido con la que, en nuestro fuero interno, estamos convencidos de seguir siendo.


Del paso del tiempo habla sobre todo Las tempestálidas, la novela del escritor búlgaro Georgui Gospodínov, la segunda suya que leo tras Física de la tristeza —ambas publicadas por Fulgencio Pimentel, que yo no conocía—. Y esta también me ha encantado. Son libros muy originales en sus planteamientos, y muy muy bien escritos. Para mí, demuestran a la vez inteligencia y sensibilidad, que es algo que también busco en los libros, como en la gente. Y en esta, como digo, habla del tiempo, del pasado y la memoria. Y, además de todo lo demás, está llena de reflexiones interesantes, que al menos a mí me tocan muy adentro. Reflexiones dichas por el camino, a propósito de otras cosas, que no pretenden sentenciar nada ni son conclusiones de la obra, porque esto es una novela, pero le dan profundidad y densidad. Reflexiones como puede hacerlas la ficción, cuando son pertinentes, pero casi sin querer.

 

“Cuanta menos memoria, más pasado; la memoria es lo que traza la frontera entre todo lo que fue –o incluso lo que pudo ser– y lo que ahora es”


Recuerda que al morir su padre se dio cuenta de que con él se había ido la última persona que lo recordaba como un niño, y se derrumbó. Explica que Odiseo volvió a casa, en lugar de quedarse con la ninfa Calipso por toda la eternidad, para volver a ver el humo de la chimenea de su hogar natal, que era el de su niñez. Se detiene en el pasado, lo escruta, le da vueltas y dice algunas cosas brillantes al respecto. Como cuando afirma que un país es un conjunto de personas que han decidido recordar y olvidar las mismas cosas. O —en lo que constituye el meollo del libro— al razonar que, cuanta menos memoria, más pasado, que la memoria es lo que traza la frontera entre todo lo que fue —o incluso que pudo ser— y lo que ahora es, y que sin ella no podemos saber —pero literalmente— quiénes somos. Y que sin memoria, como dijo Dostoyevski que pasaría sin Dios, no hay crimen y todo es posible: Dios es la memoria.


Cuando uno lee ciertas cosas comprende lo que es escribir bien. Lo que tiene que haber detrás, sosteniendo la escritura, y lo que hace falta que haya en primer término, para contarlo bien. Y una de las razones por las que me da tanta rabia que mis hijos no lean —o quizá el resumen de todas— es que se pierdan eso.
 

Parece que las Navidades son una época propicia para hablar del paso del tiempo. Del pasado y del futuro, de lo que tuvimos y se fue y de lo que vendrá. Desde la alegría, a veces, y desde la pena otras, como siempre, en función de si recordamos pérdidas o satisfacciones, y de si al pensar en lo que viene vemos sobre todo miedos o ilusiones.


Ojalá ustedes, estos días, se sienten a la mesa con quienes les hagan recordar y esperar una vida feliz.

A la mesa, tanto tiempo después

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