Pido un té. Echo un chorrito de leche fría y se queda flotando y moviéndose, como una nebulosa, en el centro, diluyéndose poco a poco, muy despacio. Hasta que lo revuelvo. Entonces, al sacar la cucharilla, durante un par de segundos el líquido sigue girando solo, como un tornado. O como el mundo, que acaba de completar otra vuelta alrededor de la estrella que lo mantiene vivo.
Estoy leyendo un librito, de la colección francesa ¿Qué sé?, de finales de los años sesenta, sobre la historia de las exploraciones. Y, sin entrar en cada caso concreto y las consideraciones de otra índole que puedan merecer —entre otras cosas, porque, como en todas las controversias ahora, en esta tampoco parece admitirse ninguna matización ni, en realidad, postura alguna que no sea la de uno de los extremos: bien la avergonzada condena absoluta, juzgando hechos de hace siglos con los parámetros actuales, bien la defensa a ultranza que considera cualquier crítica, por lógica que sea, poco menos que una traición—, el libro es una sucesión de gestas casi sobrehumanas, en las que cuesta trabajo decir qué resulta más impresionante, si el esfuerzo y valentía físicos que exigieron, difíciles de creer, o el hecho de que la motivación, en la mayoría de los casos, y en contra del tópico, no fuese la ambición sino la curiosidad y el deseo genuino de conocer.
Leer literatura de viajes, y sobre todo si son viajes duros en condiciones extremas, sentado en el sofá o metido en la cama, con un atlas o el Google Earth abiertos al lado, es un verdadero placer, para mí. Imaginármelos es un placer.
Le decía a mi familia, el día 1 de enero, que a mí no me atraían las actividades físicas que buscan el subidón de adrenalina, normalmente rápido y fugaz. Y ahí metía el esquí, el puénting, el parapente, y en realidad el descenso de cualquier cosa y por cualquier medio, igual que el surf, el skate, los coches y la velocidad en general. Que, a pesar de que no he hecho prácticamente nada de eso, sé que no son lo mío, porque me conozco y sé qué me hace, y qué no me hace, disfrutar. Mi hija me decía que qué aburrido, y yo me defendí diciendo que también hay gente que considera que no querer hacer la conga en una fiesta es de aburridos.
Pero tengo otra defensa aún mejor. Y es que esa nula atracción por los deportes de riesgo o las actividades físicas vertiginosas no significa, ni mucho menos, que solo quiera estar leyendo en un sofá —que también—. Porque es cierto que no me veo superando los 55 nudos en un trimarán, pero, en cambio, sí remando en un esquife en un lago, ni haciendo rafting, pero sí submarinismo; o que no tengo ningún interés en esquiar normal, pero me imagino haciendo esquí de fondo en un bosque de coníferas; que pensar en descender un barranco me echa para atrás, pero creo que, si mi físico me lo permitiese, me gustaría el montañismo. Es más, si mi físico y toda mi vida me lo permitiesen, creo que hasta podría haber sido explorador. Aunque, eso sí, más de regiones polares que de desiertos.
Lo que no me dice nada es ese supuesto disfrute basado en la sensación física, que para mí es, en realidad, bastante insatisfactoria, por fugaz, por efímera y porque sí. Y todo lo que me gusta es, si se fijan, lento: todo se puede hacer despacio. Por eso, en lugar de conducir a 200 kilómetros por hora prefiero caminar y tardar media mañana en perder de vista un árbol. Y pensar mientras tanto, que es exactamente lo que yo busco: darme cuenta de lo que estoy haciendo y saborear, no la descarga de adrenalina, sino el proceso; darle vueltas, enfrascarme, empaparme, en una mezcla, para mí, perfecta de actividad física y mental.
Y es que, sin la segunda, la primera me deja casi indiferente. Y sí, también incluyo en esto al sexo: si fuese solo cuestión de sensaciones físicas, nos daría igual con quién tenerlo, o directamente no necesitaríamos a nadie más. No es que abogue yo por el sexo tántrico, pero cuánto mejor es cuando entra la mente en juego. Y así con todo. Ya decía Cunqueiro que el péxego sabía mejor si conocíamos que la palabra venía de un soldado chino al que, tras una batalla en Persia, se le encontró en el bolsillo un hueso de melocotón.
Me imagino cruzando un bosque o el océano. Me imagino recorriendo el curso de un río y visitando culturas desconocidas. Me imagino coronando un pico y sentándome en la cumbre a mirar maravillado alrededor. Y me imagino sentándome cómodamente, después de todo eso, a tomar un té en un sillón y recordando, al revolverlo, las vueltas que dan el mundo y la vida.