Sé que me repito, pero la verdad es que pocas lecturas me resultan más agradables que las de viajes, sentado con una manta en el sofá o bien abrigado tomando un café. Y más, cuanto más duras sean las circunstancias del viajero.
Estoy leyendo En Siberia, del británico Colin Thubron, uno de esos ingleses que deciden salir de la comodidad y la niebla de su isla y recorrer el mundo, y contarlo. Hay que reconocer que Gran Bretaña, o ahora el Reino Unido, ha dado de vez en cuando individuos verdaderamente excepcionales. Excepcionales por su actitud y aptitudes, su carácter y probablemente su visión de sí mismos, y excepcionales literalmente, una élite que lleva tres siglos liderando la sociedad políticamente más estable –posible sinónimo de conformista, de dócil– de esta parte del mundo. Individuos que, imbuidos de la altura de su misión, convencidos de que no eran como los demás, no lo fueron.
Thubron, quien, por cierto, estudió en Eton, ha viajado mucho y lo ha contado en unos libros maravillosos, muy personales, en los que el paisaje humano –y humano cercano, persona a persona de las que se va encontrando– tiene tanto peso como el geográfico, y además ayuda a entenderlo. Este, tras El corazón perdido de Asia Central, es el segundo suyo que leo, y en él, obviamente, recorre esa vasta, enorme, inmensa parte del mundo que es Siberia, un lugar que siempre me ha atraído muchísimo y que me encantaría visitar algún día –de hecho, tengo prometido a mi hijo Carlos, desde hace años, hacer juntos el Transiberiano, pero varios obstáculos se nos han interpuesto; entre ellos, la guerra–.
Thubron no es tan famoso, creo yo, como su compatriota Bruce Chatwin –autor de, entre otros, En la Patagonia, imprescindible, y protagonista de una vida quizá más exótica–, pero no solo tiene una obra considerablemente mayor sino que, en mi opinión, sus libros no tienen absolutamente nada que envidiar a los de su compatriota.
Siberia está a otra escala. Las distancias, los tamaños, las temperaturas o la despoblación: es mayor que toda Europa, o que Estados Unidos, Alaska incluida, pero no tiene más de 30 millones de habitantes; la cruzan algunos de los ríos más largos del mundo, uno de los cuales, el Yenisei, que el autor desciende en barco, tiene tramos de cinco kilómetros… de ancho; el Transiberiano –nuestro trenz– recorre nueve mil kilómetros; el lago Baikal contiene la quinta parte del agua dulce, no congelada, del mundo; hay un pantano, no recuerdo dónde, que tiene 500 km de longitud, y en Oymiakón, que es un pueblo habitado, se han alcanzado los 73 grados bajo cero –a menudo compruebo a qué temperatura están, cuando me meto en la cama por la noche–.
Y la pobreza: antiguos centros industriales soviéticos abandonados, aldeas de pobladores de origen turco-mongol sumidas en la miseria, perdidas en los confines del mundo, pobladas por gente que sobrevive a duras penas o no sobrevive, perdida su cultura, perdido su medio de vida, alcoholizados y olvidados. Y el recuerdo ominoso de su papel de prisión natural, desde la Rusia zarista hasta la segunda mitad del siglo pasado, de gran campo de concentración sin fondo, donde, entre otros, en lo que considero una de las mayores y más crueles locuras decididas por un régimen, fueron a parar, a su regreso, la mayoría de los soldados soviéticos que habían caído prisioneros de los nazis, sospechosos de traición.
Pero, junto a todo eso, la belleza de la naturaleza virgen, de la taiga inacabable, de la soledad y el silencio perennes, de un mundo anterior, casi, a nosotros. Y el misterio de su desconocimiento, de su paganismo, de su situación, como afirmó Hegel, al margen de la Historia.
Colin Thubron, que en este viaje tenía sesenta años, hace por ella un recorrido de 19.000 km, preguntándolo todo, asombrándose por casi todo y hablando con cualquiera. Y yo, en la sala de espera del centro de salud, mientras aguardo a que me firmen las recetas de las pastillas para la tensión, asisto a la conversación entre él y otro médico, kazajo, en una aldea remota más allá del Círculo Polar Ártico, donde ya casi no quedan renos, ni gente, ni nada.