Molestará mucho este libro a quienes defienden que los museos son lugares “neutrales” o, más precisamente, como sostiene el Consejo Mundial de Museos, una “institución permanente sin ánimo de lucro al servicio de la sociedad y su desarrollo, abierta al público, que adquiere, conserva, investiga, comunica y exhibe el patrimonio tangible e intangible de la humanidad y su entorno con fines educativos, de estudio y disfrute”. Lo que sostiene la australiana Alice Procter en este ensayo que publica Capitán Swing es, justamente, que la definición no solo es imprecisa en varios puntos, sino que es necesario cambiarla para adaptarla a su nueva naturaleza o, por simplificar, a lo que estos centros deben ser.
“El cuadro completo” aborda diferentes aspectos, pero el más interesante desde nuestro punto de vista es el debate sobre su descolonización, una discusión que, por lo demás, provocó hace unos meses –ahora parece que ha amainado la tormenta– varios conflictos diplomáticos, aunque de intensidad moderada, tanto sobre si los Estados, sobre todo europeos, que desarrollaron una política expansionista o colonizadora deben devolver a sus lugares de origen piezas “adquiridas” o “agenciadas” en otras latitudes, como sobre la importancia de instaurar en estos espacios una nueva narrativa.
Procter lo dice claramente cuando habla de la extracción del sarcófago del faraón Seti en el siglo XVIII. Vincula de una manera muy estrecha ambos hechos. “El coleccionismo de antigüedades a principios del XIX era inherente a toda presencia diplomática europea”, asegura. Era norma que los embajadores, sobre todo de nacionalidad francesa o británica, complementasen sus retribuciones comerciando con antigüedades. De hecho, en no pocas ocasiones lo segundo acaba derivando en un puesto de lo primero.
Ahí, en el coleccionismo, había también una guerra abierta entre las principales potencias. Esa batalla no se libraba solamente en los bienes a la vista, sino que se extendía a una práctica incipiente en aquel entonces como era la arqueología. Egipto –Grecia también, pero menos– fue el gran terreno de juego y uno de los espacios con los que Procter explica de manera palmaria las claves del expolio.
En el caso de Seti, la autora relata cómo Belzoni –un buscador o ladrón de tumbas, extrabajador circense– y otros europeos que rastrearon las pirámides y los viejos y olvidados asentamientos se dedicaron a arramplar con todo, sin prestar atención al modo en que lo conseguían. Eso daba igual: el objetivo era recopilar piezas y objetos que pudieran exhibirse en el Louvre o en el British Museum, es decir, material con el que competir en grandeza y gloria.
Lo demás no importaba. Lo cierto era también que esas negociaciones –los museos solían ser reticentes al pago de determinadas cantidades, por muy “patrióticas” que fuesen las intenciones– podían alargarse de más e incluso no prosperar, lo cual dejaba un resquicio del que podían aprovecharse particulares. Eso fue lo que sucedió con el sarcófago y su exhibición en la casa de un arquitecto, John Soane, cuando se lo compró al diplomático Henry Salt, estrecho colaborador de Balzoni. Se lo había ofrecido al British por 2.000 libras, pero esta incipiente institución rechazó el precio por elevado. Soane las pagó y desde entonces hay un sarcófago de 3.500 años de antigüedad en el sótano de una casa de Londres.
Este es solo un ejemplo de cómo funcionó el tráfico de piezas y objetos de interés histórico y arqueológico durante las décadas (siglos, por ser más precisos) de la colonización, una forma de proceder poco edificante pero que en la época –con las autoridades locales silenciadas o más preocupadas por otras cosas– se consideraba normal. Lo que Procter propugna en este trabajo es la revisión de las consecuencias de ese modelo. Lógicamente la mayor parte de las piezas no podrán devolverse por los motivos de todos conocidos, pero nada impide ofrecer otro relato, una narrativa más próxima a la realidad y a la justicia.