De la literatura rusa del siglo XIX y primeras décadas del XX podría sacarse un listado con varias decenas de escritores imprescindibles e influyentes. Algunos de ellos –Tolstoi, Dostoievski o Gogol, por ejemplo– han tenido el reconocimiento merecido por parte de las generaciones posteriores porque fueron los que condujeron a la narrativa contemporánea a un nuevo nivel, abordando como pocos la complejidad y la profundidad de la naturaleza y el comportamiento humanos.
Esos grandes nombres de la literatura rusa, por desgracia, pueden eclipsar a otros que merecen también su sitio. Lérmontov –como Pushkin un poco antes– siempre nos ha parecido el paradigma, un modelo para la siguiente (y brillante) hornada que llevó a las letras de ese inmenso país a lo más alto. Es su condición de pionero la más destacable, pero no solo en la poesía, género en el que sobresalió y cuyas obras le llegaron a acarrear destierro ordenado por el zar –en uno de ellos lo acusaba directamente de la muerte de Pushkin–, sino también en la narrativa.
Un héroe de nuestro tiempo (publicado por la editorial Nórdica) es seguramente su gran obra, una novela rompedora que se presenta al lector en tres puntos de vista. Una genialidad, en definitiva, por la manera en la que rompe el plano narrativo tradicional, y más teniendo en cuenta que estamos hablando de 1838-1839, cuando la escribió. Entonces tenía ¡24 años!
“Un héroe de nuestro tiempo” es la referencia, la culminación de un proceso que comenzó antes con textos y ensayos diversos, algunos de ellos inéditos en lengua española, como los que reunió la editorial Nevsky –la misteriosa editorial Nevsky, por ser más precisos– en el año 2015 bajo el título Prosa breve e inéditos, coordinado por el responsable del proyecto, James Womack.
Contiene este volumen la totalidad de la prosa que escribió Lérmontov, desde relatos a pequeñas novelas hasta anotaciones o ideas para proyectos que no pudo completar. Aquí están, por ejemplo, las inacabadas “Vadim el jorobado” y “La princesa Ligovskaia”, dos historias que reflejan el genio creativo de su pluma, pero también los tormentos y las preocupaciones que lo acompañaron.
En “Vadim”, por ejemplo, hace confluir un drama familiar –la venganza de dos hermanos que no se conocían hacia el hombre que mató a su padre y esclavizó a la niña– con los cambios que se están operando en la sociedad feudal en el suroeste del Cáucaso, ese paisaje que tan bien y con tanta fascinación describió en sus obras.
Muchos de los títulos que contiene este volumen, como decimos, están incompletos. Y lo están porque Lérmontov perdió la vida en un duelo a los 27 años de edad. Esa bala de Martynov al pecho nos privó de la madurez creativa de una figura que, con todo, fue capaz de dejar huella, pues –al igual que Pushkin– fue la vela que va delante, que es la que alumbra.