La semana pasada terminaba la columna hablando de David Lynch. Y este domingo comienzo hablando de David Lynch. Malas noticias. Ya no está con nosotros, ya no está en nuestro plano de existencia. El cineasta pintor más extraño y visionario, el que llevo la revolución a la tele, el autor de obras maestras comprensibles e incomprensibles, el que nos hizo llorar con ‘El hombre elefante’ o ‘Una historia verdadera’, nos dio miedo con ‘Fuego, camina conmigo’, nos descubrió la crueldad con ‘Blue Velvet’ y nos aficionó a no entender un carajo con ‘Inland Empire’. Enero es un mes horrible para los amantes del arte: se ha llevado a David Bowie, a Alan Rickman y ahora a David Lynch. Lynch trabajó con Bowie, formando parte de ese universo tan personal y único del cineasta. Acabó convertido en una máquina de vapor parlante y a todos nos pareció de maravilla. ¿Por qué no? Es lo que tiene Lynch, te dice que una maquina de vapor es Bowie y tú dices que sí, que de acuerdo, que te lo crees y encima te gusta. Al fin y al cabo es mejor tener una máquina de vapor humeante que nada.
David Lynch es uno de los culpables de mi afición por el cine. Y uno de los culpables de que me pusiera a escribir. Hay mucho de Twin Peaks en ‘Crímenes exquisitos’. La joven asesinada. La búsqueda del culpable. La corrupción de la sociedad. El policía tentado por el lado oscuro. Todos nos pegamos al televisor con la aparición del Agente Cooper y sus tazas de café más oscuro que la noche sin luna, el cuerpo envuelto en plástico de Laura Palmer, el gigante, el enano, la mujer del leño y la mejor estrategia comercial de la historia televisiva, con la muerte de Laura Palmer, el gran misterio de la serie que nos enganchó al melodrama policial, a lo oculto, a las dos caras de la vida humana. La muerte de Lynch es una tragedia: ya estaba bastante enfermo tras fumarse media plantación de tabaco mundial desde los ocho años y se veía obligado a andar con oxígeno, no tenía la energía para hacer otro proyecto, pero nos ha dejado un legado cinematográfico sin parangón. Y además con tantas aristas, capas y vueltas que cualquier nuevo visionado de su obra aporta nuevas ideas y sensaciones.
Hace relativamente poco retomó ‘Twin Peaks’ para una nueva temporada, la tercera y para mí una obra maestra, una película dividida en capítulos en la que sobresale el 8. Ese episodio, parte en blanco y negro, es algo fuera de serie, algo que ver de rodillas. La explosión nuclear que desata el mal dejó al bueno de Nolan con pocas posibilidades de hacer algo mejor en Oppenheimer. No podía hacer lo mismo, porque lo que hizo Lynch era inigualable, insuperable. No me hubiese molestado que Nolan hubiese incluido en su película las imágenes de Lynch. Hubiese sido como un sueño, como toda la producción del genio, sueños dentro de sueños, cabezas borradoras, un mono interrogado, tartas de cereza, mujeres con un leño entre los brazos, las tragaperras con los tres sietes y la oreja cortada con hormigas que nos obsesionan, nos asombran y nos maravillan. Lynch ya no está con nosotros, ya forma parte del sueño, pero nos quedan sus películas, sus cortos y sobre todo, nos queda ‘Twin Peaks’.