La tierra desazoga el espejo del agua y esa agua enterrada se llena de angustiosa inquietud. De ese fiero desasosiego nace el barro, nido de dolor en los humildes aleros de nuestros hermanos de Valencia y Albacete.
Agua, tierra y barro, elementos potencialmente poéticos cuando se toman en conjunto o por separado. Mansas potencias que nos hablan en los días pacíficos de enormes espacios de belleza, quietud y esperanza y que, sin embargo, cuando se alían de la mano de la furia se convierten en un infierno que va arrasando todo cuanto encuentra a su paso, cegándolo en lo esencial y primigenio: la luz y el aire.
Estos días, muchos hombres y mujeres que han contemplado emocionados el prístino manantial, la maravilla del mar, que han remontado los cursos de los ríos, que han labrado la tierra y moldeado el barro, se han visto atrapados, arrastrados, enterrados en vida por esos mismos elementos, fundidos en un vértigo imposible e irresistible que no ha dudado en destruirlos.
La esencia de la vida es entender la resistencia, no hacerlo, no querer comprender, aferrarse a lo que debe ser, a lo que es, para que el agua, la tierra y el barro la respeten y se respeten en el manso discurrir de sus días en común.
Lejos de esa sana cerrazón está la razón de los elementos desatados. Que más da cómo los nombremos, nada podemos hacer lejos de negarlos y debemos hacerlo con la firmeza que impone la cordura de guardarnos de ellos.