Paquita la del barrio

Mi intención hoy, por la fecha en la que estamos, era dar un buen mordisco a algo a caballo entre el romanticismo del 14 de febrero y la inmundicia del 23 F.


Hace 44 años del asalto al Congreso de los Diputados. Queda tan lejos que ya no debería haber ni nostálgicos. Además, es un evento que, posiblemente, tenga tanto que revisar, desde un punto de vista histórico, que una tiene la sensación de pisar arenas movedizas cuando manifiesta públicamente su opinión. Así que había pensado darle un enfoque diferente, a pesar de caer en lo superficial o, incluso, en el meme, esa greguería posmoderna que, me temo, no contaría entre sus adeptos con Ramón Gómez de la Serna, inventor de género, ya que se limita a sorprender, pero no pretende presentar la realidad. O no necesariamente de un modo fidedigno.


Mi idea era hablar de algo banal. Por ejemplo, recordar a las personas que han nacido en una fecha que todo el mundo recuerda por el «¡Al suelo, coño!» de Tejero. Me imagino que, en su infancia, habrán recibido más «golpes» que tirones de orejas. Y, encima, no tienen reconocimiento: cuando nos compadecemos de alguien nacido bajo el signo de Piscis, solo nos acordamos de aquellos que cumplen el día 29 y tienen que adelantar o posponer la celebración todos los años, menos los bisiestos.


También me tentaba lo de San Valentín. Incluso me seducía –mucho, lo confieso– hablar sobre su víspera, que tiene doble conmemoración: San Solterín, por un lado, y el Día Mundial del Infiel, por otro. La segunda me deja sin palabras. ¿De verdad alguien infiel tiene el valor de celebrarlo? Y el Día de los Solteros me provoca una sensación parecida a cuando algún machirulo se atreve a preguntar en alto, un 8 de marzo, eso de «¿por qué no hay un día del hombre?». Que existe, por cierto. Es el 19 de noviembre. Aunque, evidentemente, no busca empoderar la figura masculina, que, por sorprendente que resulte, es lo que les gustaría a algunos.


El caso es que había empezado a darle vueltas a estas ideas cuando se colaron dos cosas en mi vida. Una, una inundación que nos ha dejado con el agua por las rodillas, la espalda molida, el alma acongojada y un sinfín de daños, llamadas al seguro y visitas de diferentes profesionales. Daría para mucho: desde la falta de empatía de los seguros de hogar hasta la importancia de la profesionalización del sector de la fontanería. Pero, sinceramente, no tengo fuerza ahora mismo para meterme en ese jardín.


La otra, la muerte de Paquita la del Barrio, que bien merece un artículo. Y no solo porque borde el arte de insultar, sino por su capacidad para transmitir lo que sienten muchas mujeres, especialmente en su país, México, donde más de una decena son asesinadas cada día. Paquita nos enseñó qué es la resiliencia antes de que el término se pusiera de moda, nos mostró el poder catártico de los improperios nacidos del despecho ante la traición y nos hizo ver que el empoderamiento y el amor propio son siempre la mejor solución.


Eso de «Rata inmunda, animal rastrero, escoria de la vida, maldita sabandija, cuánto daño me has hecho» se me antoja el mejor cierre de este artículo. Sirve para aquellos que quieren tomar el poder político de un país de forma ilegal y por la fuerza; para los que desprecian un amor por echar un polvo y, encima, deciden celebrarlo; para los privilegiados que quieren someter a los oprimidos, e, incluso, para los que te hacen la vida imposible con reparaciones negligentes o con sus «llame usted mañana».

Paquita la del barrio

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