La primera impresión

Alguien dijo, creo que Maquiavelo, que todos ven lo que aparentamos, pero pocos ven lo que realmente somos. 


Se dice que cuando se interactúa por primera vez con una persona desconocida los primeros segundos suelen ser los más importantes. Porque pueden significar rechazo o el comienzo de una relación, amistad, negocios, amorosa.


El aspecto físico, la vestimenta, los gestos, la educación, el trato y otros detalles, por regla general, pueden crear en nosotros un estado de simpatía o bien de antipatía, incluso alertarnos de un hipotético peligro.    
Cuando conocemos a alguien en un determinado lugar o circunstancia (actividades deportivas, centros de estudio, reuniones, etc.), enseguida empezamos a construir un retrato psicológico acerca de cómo es esa persona. Lo hacemos utilizando ciertas claves culturales y sociales.      


A mi memoria viene el recuerdo de una experiencia personal de la época en que este servidor combinaba trabajo y estudios. Fue en la clase de una asignatura de estadística en una escuela universitaria norteamericana; materia troncal en algunas carreras como psicología, sociología, trabajo social y otras. 
Recuerdo que eran las 10 de la noche, aula repleta de estudiantes, caras largas, incluida la mía, reconozco que las matemáticas nunca fueron mi fuerte. De pie, frente a la clase, un profesor corpulento, con voz severa, presentándose y explicando su método de calificación en los exámenes de la asignatura que iba a impartir y la penalización que iba a imponer por las ausencias injustificadas. Añadiendo, además, que iba a ser más inflexible con aquellos estudiantes que tenían pensado seguir la carrera de Grado en Estadística.
En esa época este servidor se había dejado crecer la barba, usaba gafas redondas, muy a lo intelectual, no porque uno tuviera tal pretensión, sino porque las ópticas las ofrecían como novedad; detalle directamente relacionado con lo que pretendo contar.  


En aquella atiborrada aula se me acercaron dos chicas. Unos minutos antes ellas habían estado sentadas en una esquina, lejos de donde yo me encontraba. Me saludaron amigablemente, tomando asiento a mi derecha en los únicos pupitres que aun quedaban libres. 


Me sorprendió que sin conocerlas, nunca las había visto antes, una de ellas empezó a conversar apuradamente conmigo, como con prisa, dando la sensación de que quería preguntar algo pero no se atrevía. 


No habían transcurrido ni dos minutos cuando al fin lanzó la pregunta. Fue directa. Me preguntó qué tal se me daban las matemáticas. ¡Fatal! le respondí. Hubo un silencio. En su cara percibí cierta sorpresa, incluso asombro, como si ella no esperara mi tajante y sincera respuesta.


De pronto las dos jóvenes, murmurando algo entre ellas, se pusieron de pie. No querían  perder tiempo. Se alejaron de allí como alma que lleva el diablo, despidiéndose con un urgente adiós en busca de otro lugar y quizá otra persona.  


En aquel momento comprendí que ellas estaban al borde del pánico. Intentaban con urgencia encontrar una persona que les pudiera echar una mano con la engorrosa estadística. Y en esa urgencia se dejaron llevar por unas apariencias que no tenían nada que ver con la realidad: unas gafas y una barba.


Debieron creer que por usar gafas redondas, barba, incluso unos pantalones vaqueros rotos por la rodilla, este servidor debía ser una suerte de “crack” con fórmulas, teoremas, variables o probabilidades. 


Las apariencias les jugaron una mala pasada. Incluso aquel profesor no era lo que parecía ser, pues además de ser un gran profesor era una buena persona. Lo digo porque cuando el semestre alcanzó su mitad nos dijo, viendo lo difícil que lo teníamos, que los sábados iba a estar disponible durante una hora en su despacho por si alguien quería consultarle algo; el primer sábado ya había cola para entrar en su “consultorio”.   


Las apariencias suelen ser traicioneras. Por lo tanto, dejar arrastrarse por las primeras impresiones suele ser siempre una apuesta arriesgada. Prueba de ello fue la sorpresa con la que se encontraron aquellas dos jóvenes cuando fueron a sentarse a mi lado. O la gran sorpresa que nos dio a todos aquel profesor. ¡Ay las apariencias! 

La primera impresión

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