Me gusta fotografiar bancos vacíos en medio de un camino, de una ciudad, de una carretera que se supone que va a algún lado. Me gusta porque alguien ha pensado en el caminante, en el paseante cansado y los puso allí, separados unos cuantos metros, para que se sienten a descansar, a conversar. El que los pensó tiene algo de poeta y de amor a los demás. Luego el paso del tiempo los vuelve más solitarios, enmohecidos a veces, pero siempre sosegados, esperando a alguien, una confidencia, un cobijo. El banco no tiene sentido sin personas, está unido a nosotros, nos recuerda continuamente el descanso, la parada, la reflexión, la mirada. El banco te aparta de la vida durante unos instantes y te reubica. De vez en cuando aparecen pintados, conservados como síntoma de que alguien vela por nosotros y que el mundo se puede detener y eso siempre es una esperanza para la vista, los oídos, el tacto y los olores. Los bancos colaboran con los sentidos. Los bancos son antisistema porque permiten sentarse sin tomar nada, sin cobrar aparcamiento.