Me llama un amigo, muerto de risa:
–Oye, que no sabía que eras pariente de un terrorista.
Hacía pocas horas que la ministra de Industria y de otras varias cosas, sabía que le había sido enviada una carta conteniendo una navaja ensangrentada. Y el día anterior se habían recibido las cartas-bala contra varios personajes de la vida pública española, desatando las agrias polémicas.
Doña Reyes no se tomó la amenaza con demasiada calma: “todos los demócratas”, dijo, “están amenazados de muerte” si no se frena a Vox en las urnas. La carta ponía de manifiesto, opinó, que “el odio y las amenazas se están convirtiendo en hechos” y que no son invenciones. “Hoy soy yo la amenazada, pero todos los demócratas estamos amenazados”. Por eso me llamó mi amigo, aficionado a cosas para mí incomprensibles como la genealogía. Ocurría que el autor de la carta-navaja, que había resultado ser un individuo de el Escorial con sus facultades mentales perturbadas era primo tercero, o cuarto, mío.
–Su abuela y tu abuelo eran primos carnales.
Claro que percibo el ‘peligro de contagio’ en esto de que gentes con el cerebro más o menos alterado anden enviando cartas amenazadoras y portadoras de balas, navajas o lo que sea a ministros, directoras de la Guardia Civil, Pablos Iglesias, Zapateros o Marotos: los lerdos que hacen estas cosas son muchos y no todos tienen la excusa desgraciada de mi contraprimo. Quién más, quién menos, hemos recibido cartas con amenazas, porque los cretinos, o los desalmados, o los fanáticos, que las envían son legión. De ahí a acusar, aunque sea veladamente, a una formación política de estar tras estos envíos, o de alentarlos de alguna manera, va un abismo.
La histeria de algunas reacciones, el hecho de que se argumente con la existencia de una ‘campaña de violencia’, acusando de tal violencia ora a una de las dos Españas, ora a la otra, y la difusión de todo tipo de teorías conspiratorias, que incluyen la voladura de la buena imagen del servicio de Correos, entre otras variadas cosas, me parece que tampoco es que contribuya demasiado a la concordia nacional.
Una concordia que está muy alterada en los cenáculos madrileños y me parece que no tanto en el resto de una España que debe mirar atónita hacia la capital. Una comunidad esta, dicen que la más próspera, que anda enfrascada, siempre mirando de reojo a las urnas, en la preparación de sus gestas dominicales taurinas y en su rememoración de aquel 2 de mayo de 1808, cuando la patria estaba en peligro y los españoles debían acudir a salvarla. Como si no hubiese más allá que el 4-m, las fiestas y las gestas.
Que digo yo que si el mayor obstáculo para la convivencia de unos españoles que, de uno y otro lado, seguimos, como decía Bismarck, empeñados en destruirnos, es este de las cartas, no debemos ir tan mal: la verdad es que lo del país violento es una filfa. Me temo, no obstante, que los problemas son algo más graves, y quedan evidenciados por la demagogia, la sal gruesa y las mentiras que algunos derrochan en esta lamentable campaña electoral que ahora toca culminar en Madrid.
Y conste, por seguir en lo intrascendente, que mi lejanísimo primo, el pobre, que ni sé ni me importa a quién ha votado alguna vez, se molestó en poner sus verdaderas y correctas señas en el remite de la navajada, para no cargar de horas extras a los investigadores policiales. Todavía no he escuchado a la señora Maroto pedir alguna disculpa por su nerviosa salida de tono, ante todos los medios y frente a nada menos que el Congreso, que debería ser el símbolo del debate sereno, racional e inteligente, pero que está resultando ser casi todo lo contrario.