n nuevo comienzo. Es el mensaje que buena parte del sistema mediático catalán ha querido poner de relieve tras la investidura y toma de posesión de Pere Aragonès como el 132º presidente de la comunidad autónoma. Luego de ochenta años, los republicanos de Esquerra volvían a ocupar la más alta magistratura política. Flores con los colores republicanos adornaban el balcón principal del Palacio presidencial. Todo moderadamente festivo.
Por lo que desde allí se cuenta, Aragonès tiene prisa y quiere arrancar “con urgencia y sin dilaciones” para conformar una nueva etapa y una nueva Generalidad, inconformista, transformadora, con visión de futuro. Y también republicana.
El propio nuevo presidente no lo soslayó, sino todo lo contrario. Su compromiso es y será “hacer inevitable la amnistía y la autodeterminación; desembocar en una república catalana”. ¿Cómo? Eso está por ver. Pedro Sánchez espera en Moncloa, con la mesa del diálogo dispuesta, pero con las manos políticamente más atadas luego del varapalo infligido por el Supremo a propósito de los indultos.
Desde la silla de enfrente, el líder de Esquerra, el golpista Oriol Junqueras, es presentado como el más moderado o gradualista de la cúspide hoy gobernante en aquella comunidad autónoma. No es que el Gobierno que desde la cárcel de facto dirige, ni sus Rufianes ni él mismo hayan renunciado al dislate de la República catalana independiente, pero se ha dado un plazo de dos años para ir madurando el proceso, de cara a plantearlo en efectivo cuando esté más arraigado y, por tanto, legitimado. No creo que ni Junts/Puigdemont ni los antisistema de la CUP le permitan esperar tanto.
Luego está lo que el profesor compostelano Blanco Valdés llama “la obsesión insurreccional de ERC”, que entiende forma parte del ADN de un partido que siempre ha hecho lo mismo en cuanto ha tenido en sus manos el poder: declarar la secesión de Cataluña.
Lo hizo en abril de 1931, recién proclamada la Segunda República, con el fundador y líder del partido Francesc Maciá al frente. El episodio se repitió, de forma trágica, en octubre de1934, cuando su sucesor en la Generalidad y en Esquerra, Lluis Companys, declaró de nuevo el Estado catalán. Esta insurrección se saldó con 8 soldados y 35 civiles muertos y más de 3.000 detenidos, amén del fusilamiento, ya por el franquismo, del propio Companys.
Recuperada la democracia en 1978, ERC volvió a gobernar en los tripartitos de los socialistas Maragall y Montilla (finales de 2003-2010). Su acción marcó el comienzo de la nueva etapa soberanista en que ahora nos encontramos. Tampoco, finalmente, habrá que irse muy lejos en el tiempo –octubre 2017- cuando el Gobierno de la Generalidad, del que ERC formaba parte, proclamó la República catalana como Estado independiente y soberano tras aquel esperpéntico e ilegal referéndum del 1-O.
Difícil será que, por mucho pragmatismo que lo eche, resista de nuevo la obsesión.