el verano es hoy un patio de luces que enmascara los tendederos de la alegría de vivir. Sueños de sábanas blancas, de casitas blancas, en algún lugar a la orilla del mar. A él nos asomamos ansiosos por mirar a los ojos de los demás, en ellos reposan pacíficas las playas donde se mece la ternura y colma la pasión. Mirarle a los ojos para pedirles que muestren sus bocas, para saber que siguen ahí, que no las agotó el manso otoño, ni heló el invierno feroz, que no se han volado al par de las hojas, que se han quedado primaverales y hermosas tras los tendederos de sábanas blancas que nos impiden ver en los besos sus gaviotas.
El verano no merece esta tristeza, ni este escenario de tramoya gris, sino la desnudez de la piel, también la de las palabras; blancas palabras tendidas hoy en oscuros tendederos de patios de luces que nada saben del mañana y al hoy de las bocas no nos dejan besar. Palabras, digo, capaces del alegre jolgorio y también del sano anhelo del silencio en la raya, unas, de la madrugada, rayando las otras, el amanecer.
El verano es la lucidez de la humanidad en su tránsito: toda luz nos es revelada, toda novedad declarada, toda esencia derramada, toda incertidumbre abolida. Y en esa epifanía todo es posible y se perfuma de posibilidad.
En el imposible del verano todo es posible, porque todo no es dado para el sueño de soñar que vivimos amándonos además de vivir para la alegría de amar, en este patio de vecindad.