“¡Las prímulas!, ¿donde están las prímulas?”, reclama enardecida la primavera, desde el íntimo rincón de su sereno desarreglo, y le responde el verano: «Las dilapidé, amor, en tu honor, en luz y contento, las regalé, amor, por tu don y sin miramiento».
Tendrá la primavera que cruzar, del brazo del verano, el frío hemisferio, sin afeites ni abalorios, en la procura de ese septiembre austral que la adorne sin cordura. Serán solo unos días, pero eso no la consuela, la faz de su belleza no consiente espera.
Saldrán a cenar el verano y la primavera, y a orillas del mar de Finisterre se dejarán cautivar por la estela de luz que, sobre el espejo del cabo, dibuja tímida esa luna de otoño que ha de venir a llevarse, en las alas de su aliento, la fronda del frutal ensoñamiento que alumbra su mutua desmesura.
Cenará la generosa primavera con el dadivoso verano, lejos de las prímulas que este vertió al ocaso y las hortensias que derramó a la aurora, lejos de esa belleza que fue amable pasto de la luz. Acudirá ella ataviada con la sola desnudez de su rostro y la desnuda soledad de su melancolía, luciendo por pendientes ambarados reflejos de luna y por brillo el profundo azul del Mar de Lira.
Hoy la primavera y el verano cenarán y danzarán en el confín del mundo, para que no deje ella de vestirse de luz, y él, a su luz, desvestirla.
Mientras, a lo lejos, los mira el invierno con los ojos cuajados de ternura y el alma abrigada de frío.