Aquí sabemos de mar, de amor, pero, sobre todo, sabemos de morriña. Hay dos tipos de sentimiento: el que tienes cuando estás fuera y echas de menos el olor de la ciudad cuando para de llover o una puesta de sol reflejada en la ría. No obstante, también existe una un poco más difícil de identificar que, en ocasiones, se deja ver. La que sabes que aún no está pero va a llegar. Esta aparece cuando se tiene un proyecto de vida que te obliga a marcharte y que, aunque aún estés disfrutando de las noches de agosto con chaqueta y el salitre en la piel, eres consciente de que tiene fecha de caducidad.
Esta última es una sensación que han vivido tanto Elena Bruma como Rosbelis Sierra. Ellas dejaron atrás el mundo que conocían, se cargaron una vida a los hombros y emigraron.
Con cuatro hijos a las espaldas y viviendo del sector primario, los padres de Elena nunca pudieron darse lujos. Ella dejó Rumanía hace más de dos décadas y a pesar de que “nunca nos faltó comida”, las oportunidades de futuro no eran demasiadas. “Después de acabar la educación obligatoria, tuve que dejar de estudiar porque mi casa no podía hacer frente al coste que suponía el tren que tenía que coger para ir al instituto”, explica, pero aún así le hizo caso siempre a las palabras de su familia, y lleva por bandera el “abre bien los ojos y aprende todo lo que puedas”.
Rosbelis llegó con 15 años, dejando atrás los cuadros de honor de su escuela en Venezuela. Su familia contaba con un negocio en la capital, pero después de episodios de robos y secuestros, su madre –con una fuerza que solo tienen los cabezas de familia– decidió venirse a la ciudad naval. Aquí se reinventaron, así se lo pidió la vida, y se dedicaron desde al sector hostelero hasta al de los cuidados.
A pesar de una diferencia de edad notoria, Elena tienen 38 años y Rosbelis acaba de rebasar la mayoría de edad, comparten una vivencia similar y es que, como ellas mismas aseveran, “uno no deja atrás todo lo que conoce y a su gente porque quiera, lo hace por necesidad”.
Una por cuestiones económicas y la otra por motivos políticos han acabado en la ciudad y hoy comparten aula en segundo de bachiller en las clases de nocturno del IES Concepción Arenal –y agradecen, sin duda alguna, la implicación del profesorado del centro–.
Ambas tienen claro que el papel de la educación pública ha sido uno de los pilares de la estadía en la ciudad. La venezolana, al llegar apenas con 15 años, ha pasado por las aulas tanto de la ESO como de Bachiller en el centro y esto le ha ayudado a generar una comunidad.
Ella en ningún momento le tuvo miedo al idioma propio de la comunidad y por eso mismo “nunca pedí que me tradujesen un examen”. Aquí también influye su perspectiva de futuro, ya que en las pruebas para acceder a la universidad hay un examen específico de esta materia. Tiene claro que seguir con los estudios –que compagina con su puesto en hostelería– es primordial y aspira a poder cursar una Ingeniería Naval.
El caso de su compañera de aula es un tanto diferente. Ella llegó a España con 17 años y sin conocer el idioma. El primer año trabajó de temporera en los invernaderos de Almería y la mayoría de sus compañeros también eran rumanos, por lo que la lengua quedó en un segundo plano. Después vino la hostelería, que le dio un punto de apoyo para empezar a practicar, y de ahí pasó a la peluquería. Después de una temporada en el sur, vino a visitar a una amiga a Ferrol y “me enamoré, y la ciudad me correspondió”, con esto se refiere a la acogida, que fue “con los brazos abiertos”.
Después de 20 años retomó los estudios –al mismo tiempo que está en una peluquería– y tiene claro que se quiere dedicar al turismo y quizá, así, “hacer un puente”, entre su tierra natal y donde vive.
Cuando la migración se asienta en una ciudad se suelen formar comunidades, lo que es completamente lógico. Lo mismo hicieron tantos gallegos que echaron a andar por Europa adelante o que incluso llegaron a América.
En sus casos, comentan que no es así. La mayor de la dupla se ha “empapado de lo local”, y ha buscado conocer no solo el hábitat, sino también a los habitantes. Su amiga comparte esta cuestión y, a pesar de que en su caso llegó aquí con su familia –lo que hace que se sienta más en casa–, sus círculos nunca han tenido límites.
Al igual que aquellos locales que un día se vieron obligados a marchar y volvieron a casa y recibieron el nombre de “indianos”, ellas también echan de menos su tierra aunque son conscientes de las limitaciones que supondría retornar actualmente.
Rosbelis, que en estos momentos tiene aquí al núcleo de su familia, lleva cinco años sin pisar Venezuela. Espera que este año se presente la oportunidad y en verano, cuando las clases se lo permitan, poder ir a visitar a sus seres queridos. “Al final tienes allí a la familia, a quien te ha visto crecer y a quien echas de menos todos los días. Es muy duro saber que igual para cuando tengas la oportunidad de volver a casa ya no van a estar todos”, expuso.
Y es que nadie deja a todos los que quiere atrás por voluntad propia. Ellas lo saben. Elena intenta volver a casa cada año “aunque sean unos días”. Es más, hace cuatro años decidió que se iba a quedar en su pueblo natal. Hizo sus maletas, cogió a su perro y se subió a su coche. Desde San Sadurniño –donde vive– a Rumanía hay más de 3.000 kilometros, que hizo sin echar la vista atrás. Seis meses después estaba de vuelta porque “allí ya no me adaptaba”.
Ambas comparten una devoción: su gente. Valoran de una manera indescriptible el papel que han tenido para que su vida sea lo que es hoy en día. El puente de unión que fueron los hermanos de Elena en su llegada a Almería fue crucial para que, en la actualidad, sus metas estén encontrando la forma de hacerse realidad. Por su parte, Rosbelis pone en valor la valentía de una madre y el coraje de todos los que están detrás para que pudieran emprender este viaje.
Ellas son el exponente de muchos otros casos que hay en las calles de Ferrol. La comunidad migrante en la ciudad naval crece, al igual que en el resto del mundo, y la multiculturalidad se abre paso en todo tipo de situaciones sociales. Elena, por ejemplo, organiza encuentros con otras personas que están en su misma situación. Cada cierto tiempo hacen una “comida internacional”, en la que se abren las puertas a nacionalidades de todo el globo. Se juntan, comparten experiencias y gastronomía y se conocen. Esto no solo funciona para ampliar el círculo social, sino también para hacer casa en un lugar que se encuentra muy lejos de sus hogares.
Sin embargo, ambas comentan que en el día a día se han tenido que enfrentar a situaciones de racismo. Bien sea por el acento o por el color de la piel, este dúo ha pasado por momentos tensos. A pesar de esto, su prisma siempre es positivo. Ven un futuro aquí, una vida llena de oportunidades en una ciudad que les ha ofrecido un trato de tú a tú y que, a estas alturas, también sienten que las acoge.