Si tienen ocasión, no dejen de ver en Netflix la miniserie británica ‘Adolescencia’. Retrata de forma magistral la mezcla explosiva de hormonas, redes sociales, deseo, odio y padres ajenos a la inseguridad de una habitación cerrada a la familia y abierta a un mundo de riesgos infinitos. Cuatro capítulos rodados en plano secuencia, es decir, sin cortes. Narran la angustiosa situación de un niño de 13 años acusado de asesinar a una compañera. Cada episodio muestra un contexto: la detención, el colegio, la entrevista con la psicóloga y, por fin, el cumpleaños del padre, una jornada que nada tiene de celebración.
Al margen de las cualidades excepcionales de la interpretación, en especial la del chaval, capaz de mostrarse tan tierno y desamparado como aterrador, la serie mete un dedo en el ojo de cualquier familia normal con hijos, no solo varones, inmersos en su universo digital. Normal. Ni marginal ni desestructurada. Una familia que cree regalar un teléfono y en realidad regala una entrada a un patio de recreo amurallado mucho más peligroso que la antigua selva de nuestro colegio o nuestra calle. Sí, están los mismos primates abusones, los dolores y placeres intensísimos y breves, las pasiones desmedidas… Pero ahora también acuden al recinto los vendedores internacionales de sueños y pesadillas, constructores de extremistas, inmorales, pederastas… Todo ello en formato de 24 horas diarias de adicción algorítmica.
Películas y libros como ‘Tenemos que hablar de Kevin’ ya abordaban el tema de la responsabilidad de los padres y del sistema educativo en el caso de un asesino juvenil. Pero ‘Adolescencia’ también habla de lo imposible que resulta esa educación cuando nadie controla los mensajes que recibe sin parar una persona que solo siente inseguridades sobre sí misma. La serie no cuestiona ni la inocencia, ni la bondad, ni la maldad. Ni siquiera la enfermedad psiquiátrica. Habla de ese puzzle de ideas que un adolescente capta de su entorno para montar su propio yo. Del modelo masculino y femenino, de la familia, de los amigos y enemigos, de lo aspiracional. En el guion utiliza el concepto ‘incel’, célibe involuntario, porque al protagonista le destroza ser rechazado y ridiculizado por una niña. No se trata de un mal de amores. Sino de dinámicas sociales que exigen éxito, a veces sexual, otras deportivo, siempre popularidad, prestigio en el grupo de referencia. Dinámicas que pueden trasladarle a la comunidad “incel”, o al integrismo, al fanatismo de una grada de ultras, a cualquier otra manada y de ahí a la violencia, las autolesiones, suicidios o asesinatos.
Esto no va género. Ellos y ellas están igual de indefensos. Porque todo adolescente encerrado en su alcoba que, acompañado aún de peluches, no se duerme interpretando emojis y fotos sin palabras, solo quiere gustar. Nada más. E intenta sobrevivir entre los matices de un corazón rojo, azul o verde. Esos matices que ni boomers ni milenials entendemos. Así se lo explica un hijo a su padre policía cuando lo ve haciendo el ridículo en el colegio, un momento épico de la serie.
Medio niños, medio adultos. Capaces de lo peor y de lo mejor. Como siempre. Nuestros padres nos criaron a pesar de la tele. A ellos, a pesar del cine. Y antes hubo quienes se criaron ‘a pesar’ de la imprenta. Cada nueva vía de información afecta a su generación. Solo que su influencia cada vez es más potente. Mientras, el sufrimiento es el mismo. De los padres, de los adolescentes y de sus víctimas. Ojalá series así animen a hablar en familia. O a algún cambio legal sobre las redes sociales. O que al menos se proteja a los educadores sociales en los centros de menores para no ser asesinados. No quiero ni imaginar cómo habrán visto ‘Adolescencia’ en Badajoz.