Hace cincuenta años, el 30 de abril de 1972, Clara Campoamor moría en Lausana tras vivir media vida en el exilio. Su amiga Antoinette Quinche dejó escrito que, a pesar de que estaba enferma de cáncer, su muerte fue inesperada y rápida. Murió mientras dormía, no sufrió. La vida le compensó en esos momentos finales la tristeza, la melancolía y la frustración que fue acumulando en su largo exilio por no poder regresar a su país y por ver cómo otras mujeres iban conquistando en el mundo los derechos que las mujeres españolas conquistaron en los años 30 y les fueron arrebatados por la dictadura.
Clara tuvo la mala suerte de morir antes que el dictador Franco. Si lo hubiera sobrevivido, quizás este país le habría rendido merecido homenaje en tiempo y forma cuando recuperó la democracia, como lo hizo con Victoria Kent, con Federica Montseny, con Pasionaria... Como está última, quizás hubiera regresado al Congreso para defender lo que ya había peleado cuarenta años antes. En cualquier caso, sin estar, estuvo, porque el espíritu de lo que sembró en la II República en materia de igualdad se recogió punto por punto en nuestra Constitución aún vigente. Y ningún diputado se atrevió entonces a decir las barbaridades que Clara tuvo que escuchar sobre la menguada capacidad del sexo femenino.
Clara Campoamor fue un personaje excepcional. Fue una persona que tuvo que cambiar su propia historia antes de cambiar la Historia; una ciudadana convencida de que cualquiera, con tesón y aprovechando el momento oportuno, puede cambiar las cosas; y una política íntegra que siempre puso los principios por encima del criterio de oportunidad. Lo que hizo, lo que dijo y lo que dejó escrito nos apela desde el pasado. Y no tenemos que olvidar la forma en la que una dictadura dinamitó las conquistas en materia de igualdad que ella contribuyó a conseguir, ahora que sus herederos ideológicos andan desmelenados.