Que Dios nos coja confesados

La verdad es que soy una atea redomada. Espero que me perdonen los que profesan la fe católica, pero soy incapaz de creer en sus dogmas más básicos.

 

No creo que Dios Padre todopoderoso fuese el creador del cielo y de la tierra ni que Jesús de Nazaret fuese concebido por obra y gracia del Espíritu Santo. Por lo tanto, tampoco creo en la virginidad de María.

 

Ya que estamos, he de señalar que no me parece veraz lo de la inmaculada concepción de la madre de Dios, libre del pecado original. Ese pecado que heredamos todos porque un día, en el Jardín del Edén, Adán y Eva decidieron desobedecer a Dios y comerse una manzana.

 

Y cómo pensar que puede ser cierta la asunción de la Virgen a los cielos o la ascensión de Cristo, en cuerpo y alma, a algún lugar en las alturas, donde llevaría más de dos mil años sentado a la derecha de Dios Padre, esperando a que llegue el día de juzgarnos a todos. Eso sí: una cosa no quita la otra. Me caía bien el Papa Francisco.

 

Jorge Mario Bergoglio no dudó en cuestionar el sistema económico global, que consideraba injusto. Me gustaba su crítica a la «tiranía del mercado», al neoliberalismo, al capitalismo desalmado, a la acumulación de riqueza, al consumismo desorbitado… porque todo ello redunda en el olvido y abandono de los pobres, los más desfavorecidos, los marginados.

 

Me gustaba su defensa de la justicia social como eje central del Evangelio, ya que es la única forma en la que entiendo que puede defenderse y sostenerse una religión, sobre todo hoy en día.

 

Francisco fue un Papa de este mundo: con acento argentino, forofo de San Lorenzo de Almagro, preocupado por la ecología y el cambio climático. Un hombre que fomentó el diálogo con otras religiones, que mantuvo relaciones cercanas con líderes de diversas confesiones y abogó por una convivencia basada en el respeto mutuo.

 

Entre tanto dogma y mármol, Francisco era uno de los pocos que entendía que la fe sin justicia es solo una superstición organizada. Un hombre que sabía que, para hablar del Reino de los Cielos, primero hay que conocer bien la tierra que se pisa.

 

Me gustaba su defensa abierta de los refugiados, de los migrantes. Y su crítica a las vallas europeas y los muros americanos.

 

El Papa Francisco no hablaba del alma, el pecado o la salvación. Lo hacía del hambre y de los desahucios.

 

Francisco no lo hizo todo. No modificó la doctrina sobre el aborto. No abrió del todo la Iglesia a las mujeres. No fue más allá de un «¿quién soy yo para juzgar?» en lo relativo al colectivo LGTBI. Pero sí renovó el aire. Y a veces, en un lugar tan inmovilista y encerrado en sí mismo como el Vaticano, abrir las ventanas para ventilar es casi un milagro.

 

Lo malo es que no habrá servido de nada si por la grieta que supone su ausencia se cuela ahora el virus del extremismo que últimamente parece invadirlo todo.

 

Porque, aunque Francisco nombró a la mayoría de los electores, no todos comulgan con su línea aperturista. Los hay que lo consideran ambiguo, peligroso, incluso herético. Los hay que querrían un Papa que devuelva al dogma su carácter de piedra.

 

Lo que Francisco ventiló, otros podrían volver a tapiarlo. Porque el humo blanco no siempre anuncia buenas noticias. A veces solo disimula el incendio que se viene.

 

Y no faltará el pitorreo, encima, si el elegido resulta ser un «Papa negro», como vaticinaba Nostradamus, o un Pietro (Parolin) que, aunque no haya nacido en Roma, sí es italiano y cumple con el inquietante simbolismo del último puesto de la lista de San Malaquías.

 

Aunque una no crea…¡Que Dios nos coja confesados!

Que Dios nos coja confesados

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