mi generación vivió la caída del Muro de Berlín en 1989 con euforia y con alegría democrática. Era el final de la Guerra Fría y el triunfo de la democracia sobre el autoritarismo soviético que abría la esperanza de un futuro de cooperación y paz bajo el liderazgo de una Europa fortalecida.
Pero la vida da muchas vueltas y aquella “era de esperanza” es hoy un tiempo de incertidumbre y preocupación en el que Europa lucha contra el ninguneo y marginación del “sheriff americano” para no quedar eclipsada en el nuevo orden mundial.
Ya en su primer mandato, Trump veía a Europa como un actor secundario y debilitó la vieja alianza trasatlántica. Ahora, en su vuelta, se pasó al enemigo y quiere dejar a la UE sin protagonismo en los grandes asuntos globales. En noventa minutos de conversación con Putin enterró ochenta años de relación con sus aliados de la OTAN y encumbró al autócrata ruso como aliado geopolítico después de que desafiara el orden europeo invadiendo Ucrania. En el colmo del delirio, Trump arremetió contra Zelenski al que culpó de la invasión de su país.
Así las cosas, mientras que en 1989 Europa veía renacer su influencia, hoy se enfrenta a una crisis existencial. Su falta de peso en el nuevo orden mundial que está naciendo se debe, en gran parte, a su división interna, a la falta de liderazgos y a su incapacidad para articular su unidad política, como muestra el hecho de que de la mini cumbre de París del día 17 ni siquiera salió un comunicado conjunto.
El problema viene de lejos. Hace unos años escribía Timothy Garton Ash que el viejo continente es como una gran Suiza dividida en cantones y cada uno de ellos defiende ferozmente sus tradiciones y su autogobierno, pero son incapaces de defender juntos a Europa como un actor económico integrado y un protagonista político cohesionado en el escenario internacional. Dan prioridad a un cúmulo de intereses, que son el reflejo de la resistencia de cada nación a perder el poder.
Mientras Europa siga cultivando el Estado-nación como modelo, seguirá inacabada. Ahora, o reacciona o se muere. Su papel como “bella durmiente” en el regazo de EE.UU. pertenece al pasado y se enfrenta al dilema de reforzar su soberanía estratégica, lo que requiere más unidad política, más protección de sus principios y valores y más inversión en defensa para su consolidación geopolítica con autonomía, con voz propia e influencia.
La otra alternativa es aceptar un papel subordinado en el nuevo orden global con el riesgo de su desintegración política. Y si Europa se desintegra se habrá perdido el proyecto más imaginativo e innovador de la geopolítica mundial, un espacio de democracia y libertad, de derechos, de prosperidad y de bienestar como no hay en ninguna otra región del mundo. Esto es lo que nos quieren arrebatar y es lo que los dirigentes europeos deben evitar.