Hace años presencié en una aldea gallega el diálogo entre el médico del Concello, que andaba por allí, y un paisano algo corto de oído que ejercía el viejo oficio de “cesteiro”.
“Buenos días, Farruco”, saludó el sanitario.
“Estou facendo un cesto”, contestó el paisano.
“Non che digo eso”, replicó el médico.
“É de vimbio, señor, é de vimbio…”, dijo el cesteiro.
“Boh!, sabes o que che digo? Vaite o carallo”, apostilló el galeno.
“Moitas grazas, señor”, remató el lugareño.
Esta “conversación” es un ejemplo de lo que vulgarmente se llama “diálogo de besugos” que se produce cuando los interlocutores hablan sin escucharse y responden con evasivas o frases sin sentido sobre el tema de que se trata. Desde el siglo XIX se conoce con el nombre de método Ollendorff, nombre del lingüista alemán que inventó un sistema para aprender idiomas con frases gramaticalmente correctas, pero con respuestas carentes de sentido lógico.
El diálogo de besugos o el método Ollendorff es lo que practican sus señorías en las quincenales sesiones de control al Gobierno –también en debates como el del martes pasado y en las entrevistas– y son una metáfora acertada que describe cómo los miembros del Gobierno evitan responder a las preguntas de la oposición.
Cualquier sesión de control prueba que, tanto el presidente, como los ministros, contestan a las cuestiones que plantea la oposición con respuestas “prefabricadas” desviando el foco hacia otros temas o recurriendo a ataques a la propia oposición.
Es el “ollendorff parlamentario”, una bufonada insultante, una estrategia política que elude responder a preguntas incómodas como mecanismo de defensa para evitar comprometerse con respuestas molestas. Pero tiene consecuencias.
La primera víctima del “método ollendorff” es el debate parlamentario, que pierde la oportunidad de un diálogo constructivo de confrontación de ideas y actividades. La segunda es la frustración y el desencanto ciudadano, que identifica ese tipo de respuestas como una falta de educación política del Gobierno al no dar cuenta de su gestión y aportar la transparencia que exige la democracia.
Es verdad que las sesiones de control forman parte de la dinámica parlamentaria, pero con este formato no son el remedio para infundir esperanza a la gente. Sirven para el lucimiento de los protagonistas, pero no crean un puesto de trabajo, no evitan el cierre de empresas, no llevan ánimos a un parado, no abren una mesa de negociación ni aclaran los casos de corrupción.
Por eso, estos “duelos dialécticos” habituales en los últimos años en el Parlamento son prescindibles. Salvo que quieran mantenerlos como un espectáculo quincenal para ver como sus señorías se zurran la badana sin que aporten una sola idea, aclaren un comportamiento o presenten un proyecto para solucionar los problemas del país. Que no son pocos.