Siempre que la autoría de un acto criminal permanece desconocida, la policía suele preguntarse a quién beneficia. Lo mismo sucede ante una investigación sobre un acto sospechoso o sobre una decisión política. ¿Quién se beneficia, quién sale beneficiado? Esto no se ha inventado ahora, es tan viejo como el derecho romano. Dicen que fue el cónsul Casio Longino Ravilla quien lo enunció por primera vez con dos expresiones que siguen vivas dos mil años después: cui bono, cui prodest. El gran Cicerón las usó y popularizó y en Medea, Séneca escribe: “Aquel a quien aprovecha el crimen es quien lo ha cometido”.
¿A quién beneficiaron los indultos concedidos a los que delinquieron en el intento de golpe de estado en Cataluña en 2017? A los indultados, por supuesto, pero sobre todo a Pedro Sánchez que pudo consolidarse en el poder.
¿A quién benefició la ley de amnistía, de dudosa constitucionalidad al menos hasta que el Tribunal Constitucional dictamine, presumiblemente, que sí lo es? A los amnistiados, incluido Puigdemont cuando le llegue, pero, sobre todo a Pedro Sánchez, que puede mantenerse en el poder con el apoyo de los votos catalanes, aunque éstos siempre pidan algo más, que también se lo dará.
¿A quien beneficia una reforma legal impulsada por el Gobierno para acabar con la acción popular -que el PSOE ha utilizado en numerosas ocasiones, que mantiene actualmente contra la pareja de Diaz Ayuso y contra Koldo y Aldama, que ha sido fundamental en casos como el GAL, Filesa, Gürtel, Noos, etc. y que impedirá, por ejemplo, a las víctimas del terrorismo acusar en los asesinatos terroristas? Pues al entorno de Pedro Sánchez -su mujer, su hermano, su ex ministro Ábalos, su protegido Puigdemont o “su” fiscal general del Estado-, cuyos casos no hubieran podido ser denunciados o se verían disminuidos y que pueden decaer si se aprueba esta ley. Y, por supuesto a Pedro Sánchez, que saldría limpio de polvo y paja.
¿A quién beneficia que no se puedan denunciar, si no lo hace el fiscal –y ya sabemos de quién depende el fiscal, Pedro Sánchez dixit– se cierren por ley las investigaciones sobre asuntos políticos turbios, se desacrediten las informaciones periodísticas -todas, no sólo los bulos o las desinformaciones- y se pueda recusar a los jueces que se extralimiten en la manifestación de opiniones o que permitan las filtraciones de sumarios secretos?
¿Cui bono, cui prodest? Parece obvio a quiénes benefician medidas como las que quiere tomar el Gobierno. Perjudicar, perjudican a los jueces, a los que se trata de señalar y de amedrentar, a los medios de comunicación, a los partidos que ejercen legítimamente el control del Gobierno, a las asociaciones o sindicatos que denuncian lo que entienden como atropellos del poder, sea el que sea -el Partido Popular también se oponía, se opone todavía posiblemente, a la acusación popular, la sufrió en sus carnes y fue condenado por hechos denunciados de esta manera-, pero sobre todo a los ciudadanos, a la libertad de investigación e información, a la independencia judicial, a la democracia y al Estado de Derecho. Hay mecanismos suficientes para controlar los posibles excesos. La política, tal como la entienden algunos, concentra su esencia en el sometimiento de todo y de todos a sus propios intereses, no a los de los ciudadanos ni al bien común. Y cuando la ley se trata de usar torticeramente para beneficiar a unos pocos –y no es el primer caso– no es ley, es abuso.