El Estado existe y está para atender a la persona, que su centro y raíz, así como la justificación, primera y última, de sus políticas y decisiones. El Estado, pues, existe y se justifica, para hacer posible la libertad solidaria de las personas. El Estado debe proteger, defender y promover los derechos fundamentales, individuales y sociales, de los hombres y las mujeres. Se trata de una tarea que llamamos promocional pero que, sin embargo, en ocasiones, no pocas, brilla por su ausencia porque el Estado, traicionando su legítima función, invade y se adentra en el sacrosanto mundo de la libertad hasta conseguir doblegar hasta las más íntimas convicciones personales.
La actualidad del principio de subsidiariedad, su necesidad, cada vez mayor, viene motivada por la profunda crisis del modelo que denomino del Estado de bienestar estático. Aquel que buscó, de día y de noche, a todas horas, por todos los medios a su alcance, la forma, sutil o grosera, de aniquilar las iniciativas sociales pensando, craso error, que la encarnación del ideal ético estaría en relación con la intensidad de la presencia estatal en la vida social. En Europa estamos de vuelta de este modelo y desde las posiciones más moderadas y sensatas se postula la versión dinámica del Estado de bienestar, aquel en el que las personas puedan realizarse libre y solidariamente en la vida social a partir de ellas mismas, sin más presencia pública que aquella que ayude o facilite el libre y solidario desarrollo de la personalidad de cada individuo.
En efecto, hoy el modelo de Estado de bienestar, en su versión estática, ha fracasado, además de por lo equivocado de su planteamiento porque es imposible de implementar en la realidad. Tarde o temprano, esa inmensa capacidad de intervención concentrada en los poderes públicos caerá ante la colosal crisis financiera del Estado. Si a eso añadimos, además, que la propia función reguladora, inspectora, supervisora, de vigilancia del Estado ha sido bien deficiente durante la crisis económica, entonces el panorama general es complejo, bien complejo y, para muchos, insufrible.
El actual colapso del Estado de bienestar, insisto, en su versión estática, se ha ido produciendo poco a poco. A base, fundamentalmente, de incrementar la intervención pública en la vida social, no para fomentar la libertad o para garantizarla, sino precisamente para todo lo contrario, para ir controlando, para ir manipulando, a la sociedad a través del uso clientelar y unilateral de la principal institución conformadora del Estado social que es la subvención.
En realidad, hemos llegado a la situación que conocemos por muchas causas. Una de ellas, no menor, reside en que el mercado, el espacio de las transacciones, ha sido dominado en estos años por la idea de lucro, que, lisa y llanamente, según el diccionario de la Real Academia Española, no es más, ni menos, que toda ganancia obtenida sin contraprestación. Es decir, el beneficio por el beneficio sin otras consideraciones.
Para comprender mejor el alcance de las tareas u funciones que deben caracterizar a un Estado que sitúe en el centro, en el corazón, la dignidad del ser humano, es menester, comprender el sentido y alcance de la libertad solidaria. Pretender que la libertad sea absoluta o que el Estado sea ilimitado conforma dos ideologías que han hecho mucho daño a la dignidad humana y a los derechos fundamentales de ella derivados. Por eso, ni el Estado, como decía Hegel, es la encarnación del ideal ético, ni el mercado, como afirman algunos de los más rutilantes representantes de la Escuela de Chicago, es el espacio único e ideal de la asignación de los derechos.