Con el tradicional discurso del rey nos sucede lo mismo que con el sorteo del Gordo de la Lotería: en la víspera soñamos la situación ideal y llegado el día, salvo contadísimas excepciones, comprobamos que la tradición se cumple inexorablemente, que nada ha cambiado y que habrá que esperar a los siguientes por si hay más suerte. El discurso de Felipe VI, sucedía lo mismo con los del emérito, siempre hay que leerlo entre líneas. Sus apelaciones son tan nobles que es difícil no suscribirlas, pero sus reproches a los incumplidores son tan genéricos que los aludidos siempre tienen margen para defender que se refería a los otros.
Está muy bien que el monarca llame a la “integridad pública y moral” en las instituciones, pero el silencio concreto sobre su padre, que ha dejado ambas pulverizadas sobre su manto de armiño, resulta atronador. Pocos pueden negar que la Constitución vigente ha sido “viga maestra que ha favorecido el progreso” y que “ha sostenido la convivencia democrática” en las últimas décadas, pero la falta de alusiones a la posible necesidad de su reforma deja huérfanos a muchos ciudadanos que así lo creen. Es impecable que el rey llame a “actuar con la mayor responsabilidad individual y colectiva” frente a la pandemia, pero si no se señala a aquellos que han demostrado su enorme irresponsabilidad individual y pública en estos meses, la alusión queda en palabras vacías a beneficio de inventario. Quién no puede suscribir la obligación de “respetar y cumplir las leyes”, compartir los deseos de “unidad frente a la división” en asuntos esenciales, defender el “diálogo frente al enfrentamiento”, el “respeto frente al rencor”, el “espíritu integrador frente a la exclusión”... Pero si no identifica a quienes no tienen otro objeto en su precaria existencia que levantarse cada día para vomitar justo lo contrario con cargo a los ciudadanos contribuyentes, será voz que clama en el desierto.
Sé que el rey es, conforme a la constitución vigente, árbitro. Y en este país futbolero sabemos de la dificultad de serlo. Pero el reglamento exige que el árbitro sancione identificando al jugador incumplidor, provocador y marrullero. De nada sirve que señale faltas y saque tarjetas para que después los equipos y los jugadores se las repartan a conveniencia. En fin, esperaremos el siguiente discurso sin grandes esperanzas, la verdad.